domingo, 10 de junio de 2012

EL CONTRATO SOCIAL


CAPÍTULO VI: De la dictadura
La inflexibilidad de las leyes, que les impide plegarse a los acontecimientos, puede, en ciertos casos, hacerlas perniciosas y causar la pérdida del Estado en sus crisis. El orden y la lentitud de las formas exigen un espacio de tiempo que las circunstancias niegan algunas veces. Pueden presentarse mil casos que no ha previsto el legislador, y es una previsión muy necesaria comprender que no se puede prever todo.
No es preciso, pues, querer afirmar las instituciones políticas hasta negar el poder de suspender su efecto. Esparta misma ha dejado dormir sus leyes.
Mas exclusivamente los mayores peligros pueden hacer vacilar y alterar el orden público, y no se debe jamás detener el poder sagrado de las leyes sino cuando se trata de la salvación de la patria. En estos casos raros y manifiestos se provee a la seguridad pública por un acto particular que confía la carga al más digno. Esta comisión puede darse de dos maneras, según la índole del peligro.
Si para remediarlo basta con aumentar la actividad del gobierno, se le concentra en uno o dos de sus miembros; así no es la autoridad de las leyes lo que se altera, sino solamente la forma de su administración: porque si el peligro es tal que el aparato de las leyes es un obstáculo para garantizarlo, entonces se nombra un jefe supremo, que haga callar todas las leyes y suspenda un momento la autoridad soberana. En semejante caso, la voluntad general no es dudosa, y es evidente que la primera intención del pueblo consiste en que el Estado no perezca. De este modo la suspensión de la autoridad legislativa no la abole; el magistrado que la hace callar no puede hacerla hablar: la domina sin poder representarla. Puede hacerlo todo, excepto leyes.
El primer medio se empleaba por el Senado romano cuando encargaba a los cónsules, por una fórmula consagrada, de proveer a la salvación de la república. El segundo tenía lugar cuando uno de los dos cónsules nombraba un dictador uso del cual Alba había dado el ejemplo a Roma.
En los comienzos de la república se recurrió con mucha frecuencia a la dictadura, porque el Estado no tenía aún base bastante fija como para poder sostenerse por la sola fuerza de su constitución.
Las costumbres, al hacer superfluas muchas precauciones que hubiesen sido necesarias en otro tiempo, no temía ni que un dictador abusase de su autoridad ni que intentase conservarlas pasado el plazo. Parecía, por el contrario, que un poder tan grande era una carga para aquel que la ostentaba, a juzgar por la prisa con que trataba de deshacerse de ella, como si fuese un puesto demasiado penoso y demasiado peligroso el ocupar el de las leyes.
Así, no es el peligro del abuso, sino el del envilecimiento, lo que me hace censurar el uso indiscreto de esta suprema magistratura en los primeros tiempos; porque mientras se la prodigaba en elecciones, en dedicatorias, en cosas de pura formalidad, era de temer que adviniese menos temible en caso necesario, y que se acostumbrasen a mirar como un título vano lo que no se empleaba más que en vanas ceremonias.
Hacia el final de la república, los romanos, que habían llegado a ser más circunspectos, limitaron el uso de la dictadura con la misma falta de razón que la había prodigado otras veces. Era fácil ver que su temor no estaba fundado; que la debilidad de la capital constituía entonces su seguridad contra los magistrados que abrigaba en su seno; que un dictador podía, en ciertos casos, suspender las libertades públicas, sin poder nunca atentar contra ellas, y que los hierros de Roma no se forjarían en la misma Roma, sino en sus ejércitos. La pequeña resistencia que hizo Mario a Sila y Pompeyo a César muestra bien lo que se puede esperar de la autoridad del interior contra la fuerza de fuera.
Este error les hizo cometer grandes faltas; por ejemplo, la de no haber nombrado un dictador en el asunto de Catalina, pues como se trataba de una cuestión del interior de la ciudad y, a lo más, de alguna provincia de Italia, dada la autoridad sin límites que las leyes concedían al dictador, hubiese disipado fácilmente la conjura, que sólo fue ahogada por un concurso feliz de azares que nunca debe esperar la prudencia humana.
En lugar de esto, el Senado se contentó con entregar todo su poder a los cónsules: por lo cual ocurrió que Cicerón, por obrar eficazmente, se vio obligado a pasar por cima de este poder en un punto capital, y si bien los primeros transportes de júbilo hicieron aprobar su conducta, a continuación se le exigió, con justicia, dar cuenta de la sangre de los ciudadanos vertida contra las leyes; reproche que no se te hubiese podido hacer a un dictador. Pero la elocuencia del cónsul lo arrastró todo, y él mismo, aunque romano, amando más su gloria que su patria, no buscaba tanto el medio más legítimo y seguro de salvar al Estado cuanto el de alcanzar el honor en este asunto. Así, fue honrado en justicia como liberador de Roma y castigado, también en justicia, como infractor de las leyes. Por muy brillante que haya sido su retirada, es evidente que fue un acto de gracia.
Por lo demás, de cualquier modo que sea conferida esta importante comisión, es preciso limitar su duración a un término muy corto, a fin de que no pueda nunca ser prolongado. En las crisis que dan lugar a su implantación, el Estado es inmediatamente destruido o salvado y, pasada la necesidad apremiante, -la dictadura, o es tiránica, o vana. En Roma, los dictadores no lo eran más que por seis meses; pero la mayor parte de ellos abdicaron antes de este plazo. Si éste hubiese sido más largo, acaso habrían tenido la tentación de prolongarlo, como lo hicieron los decenviros con el de un año. El dictador no disponía de más tiempo que el que necesitaba para proveer a la necesidad que había motivado su elección; mas no lo tenía para pensar en otros proyectos.
Este nombramiento se hacía de noche y en secreto, como si se hubiese tenido vergüenza de poner a un hombre por encima de las leyes. Esto es de lo que no podía responder al proponer un dictador. no atreviéndose a nombrarse a sí mismo y no pudiendo estar seguro de que lo nombrase su colega. 

Autor: Jean Jacques Rousessau

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