martes, 22 de mayo de 2012

JUAN RULFO---NOS HAN DADO LA TIERRA



Después de tantas horas de caminar sin encontrar ni una sombra de árbol, ni una
semilla de árbol, ni una raíz de nada, se oye el ladrar de los perros.
Uno ha creído a veces, en medio de este camino sin orillas, que nada habría
después; que no se podría encontrar nada al otro lado, al final de esta llanura
rajada de grietas y de arroyos secos. Pero sí, hay algo. Hay un pueblo. Se oye
que ladran los perros y se siente en el aire el olor del humo, y se saborea ese
olor de la gente como si fuera una esperanza.
Pero el pueblo está todavía muy allá. Es el viento el que lo acerca.
Hemos venido caminando desde el amanecer. Ahorita son algo así como las cuatro
de la tarde. Alguien se asoma al cielo, estira los ojos hacia donde está colgado
el sol y dice:
-Son como las cuatro de la tarde.
Ese alguien es Melitón. Junto con él, vamos Faustino, Esteban y yo. Somos
cuatro. Yo los cuento: dos adelante, otros dos atrás. Miro más atrás y no veo a
nadie. Entonces me digo: "Somos cuatro." Hace rato, como a eso de las once,
éramos veintitantos, pero puñito a puñito se han ido desperdigando hasta quedar
nada más que este nudo que somos nosotros.
Faustino dice:
-Puede que llueva.
Todos levantamos la cara y miramos una nube negra y pesada que pasa por encima
de nuestras cabezas. Y pensamos: "Puede que sí."
No decimos lo que pensamos. Hace ya tiempo que se nos acabaron las ganas de
hablar. Se nos acabaron con el calor. Uno platicaría muy a gusto en otra parte,
pero aquí cuesta trabajo. Uno platica aquí y las palabras se calientan en la
boca con el calor de afuera, y se le resecan a uno en la lengua hasta que acaban
con el resuello. Aquí así son las cosas. Por eso a nadie le da por platicar.
Cae una gota de agua, grande, gorda, haciendo un agujero en la tierra y dejando
una plasta como la de un salivazo. Cae sola. Nosotros esperamos a que sigan
cayendo más y las buscamos con los ojos. Pero no hay ninguna más. No llueve.
Ahora si se mira el cielo se ve a la nube aguacera corriéndose muy lejos, a toda
prisa. El viento que viene del pueblo se le arrima empujándola contra las
sombras azules de los cerros. Y a la gota caída por equivocación se la come la
tierra y la desaparece en su sed.
¿Quién diablos haría este llano tan grande? ¿Para qué sirve, eh?
Hemos vuelto a caminar. Nos habíamos detenido para ver llover. No llovió. Ahora
volvemos a caminar. Y a mí se me ocurre que hemos caminado más de lo que
llevamos andado. Se me ocurre eso. De haber llovido quizá se me ocurrieran otras
cosas. Con todo, yo sé que desde que yo era muchacho, no vi llover nunca sobre
el llano, lo que se llama llover.
No, el Llano no es cosa que sirva. No hay ni conejos ni pájaros. No hay nada. A
no ser unos cuantos huizaches trespeleques y una que otra manchita de zacate con
las hojas enroscadas; a no ser eso, no hay nada.
Y por aquí vamos nosotros. Los cuatro a pie. Antes andábamos a caballo y
traíamos terciada una carabina. Ahora no traemos ni siquiera la carabina.
Yo siempre he pensado que en eso de quitarnos la carabina hicieron bien. Por acá
resulta peligroso andar armado. Lo matan a uno sin avisarle, viéndolo a toda
hora con "la 30" amarrada a las correas. Pero los caballos son otro asunto. De
venir a caballo ya hubiéramos probado el agua verde del río, y paseado nuestros
estómagos por las calles del pueblo para que se les bajara la comida. Ya lo
hubiéramos hecho de tener todos aquellos caballos que teníamos. Pero también nos
quitaron los caballos junto con la carabina.
Vuelvo hacia todos lados y miro el Llano. Tanta y tamaña tierra para nada. Se le
resbalan a uno los ojos al no encontrar cosa que los detenga. Sólo unas cuantas
lagartijas salen a asomar la cabeza por encima de sus agujeros, y luego que
sienten la tatema  del sol corren a esconderse en la sombrita de una piedra.
Pero nosotros, cuando tengamos que trabajar aquí, ¿qué haremos para enfriarnos
del sol, eh? Porque a nosotros nos dieron esta costra de tapetate para que la
sembráramos.
Nos dijeron:
-Del pueblo para acá es de ustedes.
Nosotros preguntamos:
-¿El Llano?
-Sí, el Llano. Todo el Llano Grande.
Nosotros paramos la jeta para decir que el Llano no lo queríamos. Que queríamos
lo que estaba junto al río. Del río para allá, por las vegas, donde están esos
árboles llamados casuarinas y las paraneras y la tierra buena. No este duro
pellejo de vaca que se llama Llano.
Pero no nos dejaron decir nuestras cosas. El delegado no venía a conversar con
nosotros. Nos puso los papeles en la mano y nos dijo:
-No se vayan a asustar por tener tanto terreno para ustedes solos.
-Es que el Llano, señor delegado...
-Son miles y miles de yuntas.
-Pero no hay agua. Ni siquiera para hacer un buche hay agua.
¿Y el temporal? Nadie les dijo que se les iba a dotar con tierras de riego. En
cuanto allí llueva, se levantará el maíz como si lo estiraran.
-Pero, señor delegado, la tierra está deslavada, dura. No creemos que el arado
se entierre en esa como cantera que es la tierra del Llano. Habría que hacer
agujeros con el azadón para sembrar la semilla y ni aun así es positivo que
nazca nada; ni maíz ni nada nacerá.
-Eso manifiéstenlo por escrito. Y ahora váyanse. Es al latifundio al que tienen
que atacar, no al Gobierno que les da la tierra.
-Espérenos usted, señor delegado. Nosotros no hemos dicho nada contra el Centro.
Todo es contra el Llano... No se puede contra lo que no se puede. Eso es lo que
hemos dicho... Espérenos usted para explicarle. Mire, vamos a comenzar por donde
íbamos...
Pero él no nos quiso oír.
Así nos han dado esta tierra. Y en este comal acalorado quieren que sembremos
semillas de algo, para ver si algo retoña y se levanta. Pero nada se levantará
de aquí. Ni zopilotes. Uno los ve allá cada y cuando, muy arriba, volando a la
carrera; tratando de salir lo más pronto dposible de este blanco terregal
endurecido, donde nada se mueve y por donde uno camina como reculando.
Melitón dice:
-Esta es la tierra que nos han dado.
Faustino dice:
-¿Qué?
Yo no digo nada. Yo pienso: "Melitón no tiene la cabeza en su lugar. Ha de ser
el calor el que lo hace hablar así. El calor, que le ha traspasado el sombrero y
le ha calentado la cabeza. Y si no, ¿por qué dice lo que dice? ¿Cuál tierra nos
han dado, Melitón? Aquí no hay ni la tantita que necesitaría el viento para
jugar a los remolinos."
Melitón vuelve a decir:
-Servirá de algo. Servirá aunque sea para correr yeguas .
-¿Cuáles yeguas? -le pregunta Esteban.
Yo no me había fijado bien a bien en Esteban. Ahora que habla, me fijo en él.
Lleva puesto un gabán que le llega al ombligo, y debajo del gabán saca la cabeza
algo así como una gallina.
Sí, es una gallina colorada la que lleva Esteban debajo del gabán. Se le ven los
ojos dormidos y el pico abierto como si bostezara. Yo le pregunto:
-Oye, Teban, ¿de dónde pepenaste esa gallina?
-Es la mía- dice él.
-No la traías antes. ¿Dónde la mercaste, eh?
-No la merque, es la gallina de mi corral.
-Entonces te la trajiste de bastimento, ¿no?
-No, la traigo para cuidarla. Mi casa se quedó sola y sin nadie para que le
diera de comer; por eso me la traje. Siempre que salgo lejos cargo con ella.
-Allí escondida se te va a ahogar. Mejor sácala al aire.
Él se la acomoda debajo del brazo y le sopla el aire caliente de su boca. Luego
dice:
-Estamos llegando al derrumbadero.
Yo ya no oigo lo que sigue diciendo Esteban. Nos hemos puesto en fila para bajar
la barranca y él va mero adelante. Se ve que ha agarrado a la gallina por las
patas y la zangolotea a cada rato, para no, golpearle la cabeza contra las
piedras.
Conforme bajamos, la tierra se hace buena. Sube polvo desde nosotros como si
fuera un atajo de mulas lo que bajará por allí; pero nos gusta llenarnos de
polvo. Nos gusta. Después de venir durante once horas pisando la dureza del
Llano, nos sentimos muy a gusto envueltos en aquella cosa que brinca sobre
nosotros y sabe a tierra.
Por encima del río, sobre las copas verdes de las casuarinas, vuelan parvadas de
chachalacas verdes. Eso también es lo que nos gusta.
Ahora los ladridos de los perros se oyen aquí, junto a nosotros, y es que el
viento que viene del pueblo retacha en la barranca y la llena de todos sus
ruidos.
Esteban ha vuelto a abrazar su gallina cuando nos acercamos a las primeras
casas. Le desata las patas para desentumecerla, y luego él y su gallina
desaparecen detrás de unos tepemezquites.
-¡Por aquí arriendo yo! -nos dice Esteban.
Nosotros seguimos adelante, más adentro del pueblo.
La tierra que nos han dado está allá arriba.

!DILE QUE NO ME MATEN! Por Juan Rulfo

Quinta parte: Lunes 26 de Abril de 1965
La historia de un comandante que prefirió irse antes que bombardear al pueblo dominicano
A continuación difundimos la quinta parte del testimonio sobre la Revolución de Abril de 1965 del ex capitán piloto de la Fuerza Aérea Dominicana (FAD) Ricardo Bodden, quien fue uno de los organizadores del movimiento constitucionalista que buscaba reponer en la Presidencia al profesor Juan Bosch.
Lea la quinta parte de su testimonio:  
Pimpo le ordenó a Benoit , que le informara a los demás oficiales que estaban en comisión, en Palacio que les enviaría un helicóptero detrás del teatro agua y luz, situado en la Feria de la Paz.
Benoit dijo no saber donde estaban ellos, desde que comenzaron los ataques aéreos, y hasta que no resolviera esa confrontación, no cumplía esa orden y le exhortó a parar los ametrallamientos aéreos, y que después hiciera "lo que le de su maldita gana".
Esta conversación entre superior y subalterno es muy difícil de escuchar entre militares, pero fue una realidad y la ciudadanía debe conocerla para que después juzguen imparcialmente y sepan colocar en el lugar histórico que le corresponda a los actores de esta tragedia de 1965.
Lamentablemente no pude ser actor, pero como espectador tengo el deber y la obligación de darlos a la publicidad.
Mientras atendía la conversación que acabo de narrarle observaba los despegues de los aviones Vampiros y P-51 con su carga de muerte hacia la ciudad de Santo Domingo.
La oficina del jefe de Estado mayor tiene amplios ventanales hacia el este y sur, desde donde se aprecia los despegues, aterrizajes y carreteos de los aviones. Impotente y avergonzado me sentía en ese despacho, que lo único que podía hacer era escuchar e informar a mis compañeros de ideales, con el fin de prevenirlo de lo que acontecería.
Decidí ir a informarle a Núñez Nogueras que dispusieran un servicio en la cercanía del teatro agua y luz para impedir que el helicóptero aterrizara y trajera a la base aérea de S.I. a tan nefastos pasajeros.
La finalidad era solicitar como gobierno la ayuda militar y de personal, dizque para proteger la base aérea y sus alrededores, esto legalizaría [según ellos] una, o mejor dicho otra intervención militar norteamericana.
Cuando salía del despacho, oí esto: -gral Milito Fernández [cor. abogado Emilio Ludovino Fernández E.N.] lo llama urgente, Pimpo va a su escritorio, se acomoda y yo me devuelvo.
Pimpo dice a los presentes: -déjenme joder a este traidor, hace su acostumbrada seña, abre la bocina, silencio absoluto. -Aló, quién me habla?, dice Pimpo. -gral respetuosamente es Milito Fernández, ola, a que se debe esta llamada, responde Pimpo.
M.F.: gral el motivo es su cooperación y aprobación para la formación de una Junta militar.
Gral: Y que carajo tengo yo que ver con esto.
M.F.: Por eso lo llamamos, para que usted nos ayude y resolver este problema.
Gral: Quienes y como puedo yo resolver el problema que ustedes han creado, y ustedes quienes son, dame los nombres.
M.F. Conmigo están, el cor. Mauricio Fernández, Vinicio Fernández, Mayor Ramírez Sánchez, cor. Silvestre García, [los otros nombres, por el tiempo transcurrido no los recuerdo], pero estamos dispuestos a formar una junta militar con el apoyo de ustedes, para que se acabe esta pendejá.
Gral: De la única forma que yo me arriesgaría a hablar con los demás, es si ustedes nos entregan a los que armaron este lio, a Hernandito, a Bompersiere, a Álvarez Holguín, a Giovanni Gutiérrez y al trujillista de Caamaño, ustedes nos lo entregan vivo o muerto y de una vez se acaba esta vaina.
M.F. Gral y ¿Cómo hacemos para llevar a cabo eso?
Gral: Vengan aquí, y aquí resolvemos.
M.F.: ¿Y como cruzamos general?
Gral: Ustedes crucen por el puente de la fábrica de cemento y yo le mando gente a esperarlo.
M.F.: General gracias, voy a hablar con ellos y en un rato lo llamo, bye.
Gral: Bye Milito.
Cerrando el teléfono, Pimpo dice a los presentes, estos también se jodieron por liosos y traidores. Inmediatamente salí del despacho del jefe de Estado mayor hacia el escuadrón de combate, para informarle a Nogueras lo que estaban tramando, en contra de la vida de los líderes del movimiento militar por el retorno a la legalidad, decencia y constitucionalidad.
Era lo único que podía hacer, me comuniqué con Nogueras, llegué a decirle lo del helicóptero, me dijo que enviaría a Jesús de la Rosa con un grupo, no pude darle los detalles, ni tampoco decirle la conversación de Pimpo con Milito Fernández porque en ese momento llegó a mi lado el comandante del escuadrón cor. Renato Malagón, el cual me había prohibido visitar su escuadrón de combate, pero esta vez muy gentilmente me solicitó el teléfono para hacer una llamada urgente e inmediatamente cerré, y le pasé el auricular, saliendo inmediatamente hacia la jefatura de Estado mayor.
No se si volvieron a comunicarse Pimpo y Milito, lo que supe el día 27 de abril, ya estando en San Juan Puerto Rico es que Milito estaba preso en S.I., también me enteré de boca del 1er tte E.N. Randolfo Núñez Vargas, meses después, que el estaba en el Palacio Nacional cuando Milito Fernández llamó a Pimpo, y el salió de ese despacho hacia una oficina contigua, aseguró la puerta, levantó una extensión telefónica, y escuchó tan infame conversación, alertó a los líderes militares y esto provocó un asilamiento masivo de los líderes políticos, civiles y militares en diferentes embajadas latinoamericanas en la ciudad de Santo Domingo.
Por: Ricardo Bodden

TESTIMONIO DEL CAPITAN BODDEN


A continuación difundimos la cuarta parte del testimonio sobre la Revolución de Abril de 1965 del ex capitán piloto de la Fuerza Aérea Dominicana (FAD) Ricardo Bodden, quien fue uno de los organizadores del movimiento constitucionalista que buscaba reponer en la Presidencia al profesor Juan Bosch.
En las tres primeras partes, el ex militar narró su testimonio sobre la Revolución de Abril haciendo referencia a lo acontecido el domingo 25 de abril de 1965. En lo adelante nos ofrecerá su testimonio sobre los hechos del lunes 26 de abril de 1965. 
Lea la cuarta parte de su testimonio:  
Al despertarme este día cerca de las 07:00 AM oía ruido desde la línea de vuelo, los aviones P-51 ya tenían los motores encendidos y se prestaban a taxear para despegar e ir atacar a los campamentos militares.
Despegaron dos escuadrillas de cuatro aviones, cada escuadrilla, el mustang p-51 consta de 6 ametralladoras 0.50 cada uno, y la efectividad, más la capacidad de nuestros pilotos en ataques aire tierra, excelente motivo para que comenzara ese trágico día como uno de lo mas horripilante y oscuros que jamás olvidaré.
El único aliento que tenía era que había alertado a mis compañeros de ideales, para que se protegieran, imaginaba cuales de mis amigos, familiares o hermanos caerían en estos ataques aéreos, y con que cara justificaría mi presencia en la base aérea de San Isidro.
Jamás, tenia que buscar la forma o la vía de salir de S.I., me cueste lo que me cueste, salí del escuadrón de transporte hacia el club cine en busca de alimento, o aunque sea tomar café. Con algo en el estómago trataría de ordenar mi mente, ya que mi cabeza era un desorden, pedí una bola a un jeep, manejado por un sargento.
El quería o me solicitó le informara lo que estaba pasando, respondiéndole que no sabia lo que acontecía. Diciéndole me acabo de levantar y ahora es que voy a cenar. -Con mucha lógica, respondió el sargento, si un capitán piloto no sabe lo que está pasando como vamos los soldados a obedecer a quienes no saben lo que pasa.
Interpreté lo que quiso decir el sargento, aquí no hay moral, no debemos morir por patria por estas gentes, así fue que mi mente tradujo lo que oí de los labios de un sargento, debía de alimentarme primero, para organizarme después. -Gracias sargento, le dije cuando me desmonté del jeep en el club cine.
Me desayuné, antes bebí café, encendí un cigarrillo, conversé con varios oficiales, los cuales no se atrevían a opinar de la situación, solo preguntaban como verdaderos ignorantes e irresponsables. Solamente pensaba en ausentarme de S.I.,
Después de terminar de mal desayunar varios oficiales nos dirigimos a pie hasta el escuadrón de combate, ya estaban aterrizando los p-51 y los habían ido a buscar a la línea de vuelo. Traté de llamar por teléfono, pero me fue imposible comunicarme, o mejor dicho, habían muchos pilotos esperando turno y estaban en su casa.
Al llegar los pilotos y otros se aprestaban a partir, oí las opiniones de los llegados, fue horripilante lo que oí, las opiniones eran que debían ir a tirar a los grupos que se movilizaban por las calles y no a los sitios donde habían edificio, porque se protegían de estos.
Se escuchaba por la televisión a los locutores decir a la ciudadanía, -colocar espejos en los techos y azoteas, con la finalidad de confundir a los pilotos atacantes. También alertaban al coronel Núñez Nogueras y a otros, que las ametralladoras 0.50 que operaban, las alistaran, y daban sus ubicaciones, también hacían llamados para buscar a las flias de los pilotos y llevarlos a Radio Televisión Dominicana con la finalidad de presentárselos y que le hicieran exhortaciones. Que en vez de ametrallar la ciudad, dispararan sus ametralladoras contra Wessin y contra los cuarteles que se oponían a la vuelta a la constitucionalidad.
Vi en la televisió familiares del capitán piloto Ernesto Tejeda Jáquez, del teniente piloto Ramón Andrés Peralta, también oí un sin número de llamadas desde la televisión y varias hechas a mi, esto me enorgullecía, pero el momento era de tristeza y no de vanidad.
Me dirigí a la jefatura de Estado mayor, en ese momento estaban tomando llamadas a un tal Luis Sánchez que desde Santo Domingo estaba dando ubicaciones de comandos y donde habían instaladas defensas antiaéreas [ ametralladoras 0.50 y 0.30] las cuales estaban anotándolas para hacerlas llegar a los pilotos que volarían.
Para mis adentros pensaba, -Este genocidio no puedo tolerarlo, pero qué hago? Al verme Pimpo me dijo: -Estás ganando en la televisión, al que más han llamado es a ti. Preguntándole yo: -Es mi al único que llaman? Respondiéndome él: -Es a todos, pero tu y yo somos el 1ro y 2do en llamadas.
Le informa el mayor Pascual Vittini al general Santos, -general el coronel Benoit en línea dice que urgente. Viene al teléfono, hace su seña y abre el speaker, pero haciendo su acostumbrada señal.
-Pensábamos te habían fusilado, le dice Pimpo a Benoit. Contestándole Benoit, que de esto "suceder, tu serás el responsable coño, como en medio de una negociación para evitar una guerra, a ustedes se le ocurre semejante barbarie".
Benoit le recriminó y lo culpó de echar para atrás todo lo que el había tratado de hacer. Fueron muchas las malas palabras que Benoit le dijo a Pimpo por teléfono, este lo dejó que se desahogara, y le ordenó que se reportara a la base aérea con los demás miembros de la junta militar impuesta por la embajada norteamericana, ya que tenían que firmar un documento.
Benoit dijo: -La terquedad de esta gente, no ha aceptado esta junta, y después de la barbarie que tu hiciste, menos aceptación tendrá, pero coño como voy a ir a S.I., si el único lugar seguro es dentro del palacio, pero no tan seguro por culpa de ustedes.
Espere la próxima entrega
Por: Ricardo Bodden
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(A Gabriela Mistral)

¡Cómo vibró mi ser entero!
al leer sus versos de "El niño solo"
pude sentir en mi fuero
de su ser desnudo el lloro.
 
Se agolparon lágrimas en mis ojos
se erizaron todos los poros de mi cuerpo,
sentí tan profundo su antojo
de acunar un niño propio.
 
Pude sentir con que ternura abrigó
al niño que no engendró en su vientre,
si pudiera le daría el mío
para que poblara de besos su frente.
Mi niño le cantaría
dulces canciones infantiles
para que su corazón rebosante
se solazara en pasados abriles.
Abriles que no tuvieron
la presencia del niño esperado,
pero de la misma forma fueron,
de amor para otros niños, colmados
Si pudiera ella estrechar a mi niño
fuertemente en un abrazo
no sentiría celos, conocedora del cariño
con que daba su corazón a pedazos.
¡Oh!, entrañable y dulce Gabriela
si pudieras coger la mano de mi hijo,
asirla en la suya que fue escuela
con que su sabiduría a tantos bendijo.
Y así llevarlo a sus aulas
para darle enseñanza, valores
y no resulte víctima de las maulas
de las que se valen los engañadores.
Que aprendiera a tener cautela
ante las trampas del camino
que aprenda a escoger con escuela
la senda perfecta y construir su destino.
Cómo quiero llegar a su tumba
siquiera a acompañar sus huesos
con mi niño para que él cubra
de flores SI PUDIERA DARLE MI NIÑO
multicolores su eternal lecho.


http://www.diariolibre.com/img/shim.gifEL MÁS DESDICHADO GENERAL DE LA REPÚBLICA.
Aquí en confianza, dígame Usted, compadre, si esto es justo. Dígame si he bregado tanto, pasado tantas malas noches en vela, con la cara acribillada por los mosquitos, cuidando la frontera o persiguiendo tipos desesperados, pasando hambre y sufriendo sed por el servicio, para que se me castigue de esta manera… Dígame Usted, mi compadre, si no tengo razón en protestar, aunque sea aquí, por lo bajo, y que solo Usted lo oiga… Y esto que le estoy mostrando, es solo una parte del mar de papeles que me mata, que me quita el resuello y me tiene al borde de coger un día la pistola y acabar con todo, empezando por mí mismo. Porque estoy cansado, mi compadre, y no imagina Usted cuánto.
Yo no me alisté en el Ejército Nacional para andar cargado de expedientes, despachando solicitudes como si fuese un chupatintas, sino para entrar en acción, siempre el primero, desafiando los tiros, en la brega de imponer la ley, que es cosa de hombres, y no esto de andar calentando sillones. No en vano me gané cada ascenso, cada galón, cada medalla, dejando detrás un reguero de sangre, en primer lugar, de la mía. Pocos, como yo, y Usted es el que mejor lo sabe, han dejado tantas tiras de pellejo en el camino, sin hablar de las almas que deben estar en el purgatorio y el infierno repitiendo mi nombre entre maldiciones. Porque jamás escatimé celo a la hora de cumplir las órdenes recibidas, especialmente las que tuvo a bien indicarme el Jefe, que no es hombre de juego, y cuando me decía que en una provincia había un mala cabeza que no quería inclinarse ante los representantes del orden, allí iba yo a reducirlo. Porque después que te arrancan la cabeza, ya no hace falta que la bajes, ¿para qué, verdad, compadre? Y mire que de eso los tres sabemos un mundo: el Honorable Jefe primero, y después, Usted y yo.
Vea, por ejemplo, lo sucedido en estos dos últimos meses. En este año de 1938 tal parece que todos se han puesto de acuerdo para acabar con mi escasa paciencia. Pocas veces, desde que estoy al frente de esta Secretaría de Interior y Policía, he visto tantos papeles juntos, listos para ser firmados y elevados, o firmados y mandados abajo, da igual. Créame, compadre, nunca como el mayo pasado y lo que va de este junio, que ya casi se acaba. Por eso trato con la punta del pie, como se merece, a esa nube de lambones de mis asistentes, que entran al despacho como gatos apaleados, caminando despacito y de lado, cargando los fardos de esos malditos papeles que saben de sobra, me tienen harto. Como ellos mismos, y sus medias sonrisas. Y sus botas lustrosas, y sus caras afeitaditas, siempre olorosos, sin tener callos en las manos por sostener las riendas de las bestias, ni haber tragado el polvo de mil caminos remotos, ni dado el pecho a las balas de cien fugitivos decididos a morir en sus trece. Y Usted sí que me entenderá si le digo que desde que tocan suavemente a la puerta, y adivino lo que traen para torturarme, acaricio dentro de la gaveta del escritorio ese sitio frío donde duerme mi pistola.
Mire compadre: yo prefiero ver relampaguear un collin en la mano de un borracho, antes que tener que enfrentarme a estos documentos con los que me fusilan a diario.
Y si lo soporto callado, si ya no he estallado, es por la disciplina y el juramento de fidelidad al Querido Jefe, ante el cual, todo sacrificio es poco.
Solo eso me aguanta cuando, como ocurrió hace un rato, ese mismo imbécil que acaba de retirarse, trae puntualmente, a la misma hora, la lista de los huéspedes que han dormido en todos y cada uno de los hoteles del país. Porque si bien hay que saber todo lo que se mueve aquí, para mantenerlo a Él debidamente al corriente, también lo es que yo no merezco ser el que cumpla esa misión, buena, nada más, que para caer redondo de sueño. Mire Usted aquí, para que tenga una idea: en el hotel Cosmopolita anoche durmió un tal Lucas E. García, de Barahona, ¿qué gran cosa, eh?... O en el hotel María, un bendito Manuel O. Burgos Mirilla, de Bonao… Y en el hotel Moderno, un insignificante Juan M. Venzan, de San Cristóbal, y en el boarding Oriental, Juanico Sención, de Yaguate, y en el Palace, un esperpento llamado M. Nakanishi, de Santiago… Sombras, mi compadre, escuálidos viajantes de comercio, gente que se desplaza para asistir a entierros, comprar semillas y aperos de labranza, hijos pródigos que regresan, enfermos que acuden a la capital para ser asistidos, pagadores de promesas, y simples curiosos que no imaginan que alguien, al que obligan a curiosear, los está vigilando. Y ese, compadre, desgraciadamente soy yo. Y con gusto acabaría con todos, por mantenerme atado a ese sillón con sus idas y vueltas, que no tienen más sentido que joderme.
Y eso no es lo peor, sino el tener que leer cada solicitud que hacen, desde todas partes, para poder adquirir objetos y sustancias controladas. El mecanismo para comprar una batería de auto pasa por que el que la solicita debe hacer una petición escrita al gobernador de la provincia donde vive, para que este, a su vez, la eleve a mi despacho, después de estamparle su firma, en señal de anuencia. Entonces yo, que no tengo por qué conocer, y no conozco a ese señor, tengo que autorizarlo, por escrito, y es entonces que mi carta desanda el mismo camino por el que llegó la de ellos, y se produce el milagro de que el tipo puede gastar su dinero en la tienda de refacciones, y entonces yo puedo pasar a otra petición, no menos agobiante… Claro que tiene razón en preguntármelo, compadre, yo en su lugar hubiese hecho lo mismo: la venta de baterías se controla desde que en Cuba, en la lucha contra el presidente Machado, por cierto, gran amigo del Jefe, una organización de revolucionarios llamada ABC usó las baterías para detonar bombas… Y el diablo son las cosas: me jodí yo, porque a mí fue al que volaron de la vida que le gustaba.
Pero las baterías son lo de menos. Lo peor son las sustancias químicas, esas que tienen nombres para enloquecer al más cuerdo, no hablando ya de un hombre de acción, como yo, que por no estudiar y andar a lomo de los caballos, y con un arma al cinto, y con un uniforme para inspirar respeto, pocas veces tomó un libro en sus manos, y que si leo algo, y puedo firmar, se lo agradezco al cura de mi pueblo, que me obligó a ello, apoyado por mi pobre madre. Como si ambos hubiesen adivinado que aquel chiquillo mata-perros y pata-por-suelo llegaría un día a ser general. Bueno, el más desdichado general de la República, para ser exactos.
Mire, mire aquí, mi compadre: Carlos Adriano Muñoz, gobernador de Santiago, avalándome la solicitud de unos señores que necesitan se les autorice a comprar cinco libras de sal de nitro para curar carnes… Y esta otra carta del general Domingo Peguero, gobernador de La Vega, quien pide le sea permitido al fotógrafo José Antonio Rodríguez adquirir dos libras de sulfito de sodio, en la farmacia de Moya & Pezzotti, con el objetivo de revelar sus fotos…
O esta del general Camejo, gobernador provincial de Puerto Plata, que respalda la solicitud de los señores Zafra & Co, de la Fábrica Nacional de Fósforos C. por A., para poder recibir cinco kilogramos de ácido sulfúrico para el trabajo de su industria… Y así, día tras día, semana tras semana, y mes por mes.
Y claro, no puedo tampoco escapar, y no escapo, a las muchas solicitudes para adquirir armas de todo tipo, y especialmente, cápsulas para revólveres. Por supuesto, mi compadre, que muchos son los llamados y pocos los elegidos, ya Usted sabe, porque aquí no se lleva a cabo una política permanente de desarme de la población, para que vuelva a brotar la mala hierba de los bochinches y las revoluciones. Entonces, como es lógico, solo autorizo aquellas peticiones, como esta que ve aquí, donde H.N. Hansard, el administrador de la Salinera Nacional C. por A., nos pide adquirir cajas de cápsulas de Smith & Wesson, calibres 38 y 44, y de cartuchos, calibre 16, para las escopetas de los vigilantes de esa empresa. Y la firmo sin chistar, ¿sabe por qué? Pues porque el Ilustre Jefe es el verdadero dueño del negocio, y Dios me libre, de negarle algo a quien todo se lo debo, incluso, hasta el dudoso honor de ser el más desdichado general de la República. El que vive rodeado de los papeles que tanto odia, cercado de asistentes lacayunos y pérfidos, que mucho disfrutan con atiborrarme de los documentos y las peticiones infinitas que un día, yo bien lo sé, me llevarán al abismo.
Porque, ya no puedo más, mi compadre. Y empiezo a tener miedo de mí mismo. O mejor dicho del oficial feliz que fui, cabalgando al aire libre, persiguiendo malhechores por montes y cañadas, atravesando ríos y durmiendo al sereno, en pleno campo. Porque cuando ya lo creía muerto, sepultado, aplastado por montañas de tantos papeles inútiles, me ha empezado a visitar en sueños, invitándome a la última cabalgada.
Y para que él pueda regresar, me está pidiendo que acribille primero a esta plaga de inútiles que gozan acarreando fardos de documentos a mi despacho, y luego les prenda fuego a todos, al grito glorioso de "¡Viva el Jefe!". Como en los buenos tiempos.
Y estoy a punto de hacerlo, mi compadre.
Mire compadre: yo prefiero ver relampaguear un collin en la mano de un borracho, antes que tener que enfrentarme a estos documentos con los que me fusilan a diario. Y si lo soporto callado, si ya no he estallado, es por la disciplina y el juramento de fidelidad al Querido Jefe, ante el cual, todo sacrificio es poco
Nota: Algunos nombres de los personajes de la serie "La Era" son ficticios, y los sucesos rigurosamente ciertos. Los documentos que los avalan pueden consultarse en el Archivo General de la Nación.

De Eliades Acosta Matos

"ARTE POETICA "DEL ESPEJO DE AGUA" 1916





Que el verso sea como una llave
Que abra mil puertas.
Una hoja cae; algo pasa volando;
Cuanto miren los ojos creado sea,
Y el alma del oyente quede temblando.


Inventa mundos nuevos y cuida tu palabra;
El adjetivo, cuando no da vida, mata.

Estamos en el ciclo de los nervios.
El músculo cuelga,
Como recuerdo, en los museos;
Mas no por eso tenemos menos fuerza:
El vigor verdadero
Reside en la cabeza.


Por qué cantáis la rosa, ¡oh Poetas!
Hacedla florecer en el poema;

Sólo para nosotros
Viven todas las cosas bajo el Sol.

El Poeta es un pequeño Dios.
  
Vicente Huidobro

El incivil maestro de ceremonia Kosuke no Suke- Borges





El infame de este capítulo es el incivil maestro de ceremonias Kotsuké no Suké, aciago funcionario que motivó la degradación y la muerte del señor de la Torre de Ako y no se quiso eliminar como un caballero cuando la apropiada venganza lo conminó. Es hombre que merece la gratitud de todos los hombres, porque despertó preciosas lealtades y fue la negra y necesaria ocasión de una empresa inmortal. Un centenar de novelas, de monografías, de tesis doctoráles y de óperas, conmemoran el hecho -para no hablar de las efusiones en porcelana, en lapislázuli veteado y en laca. Hasta el versátil celuloide lo sirve, ya que la Historia Doctrinal de los Cuarenta y Siete Capitanes -tal es su nombre- es la más repetida inspiración del cinematógrafo japonés. La minuciosa gloria que esas ardientes atenciones afirman es algo más que justificable: es inmediatamente justa para cualquiera.
Sigo la relación de A. B. Mitford, que omite las continuas distracciones que obra el color local y prefiere atender al movimiento del glorioso episodio. Esa buena falta de "orientalismo" deja sospechar que se trata de una versión directa del japonés.
La cinta desatada

En la desvanecida primavera de 1702 el ilustre señor de la Torre de Ako tuvo que recibir y agasajar a un enviado imperial. Dos mil trescientos años de cortesía (algunos mitológicos), habían complicado angustiosamente el ceremonial de la recepción. El enviado representaba al emperador, pero a manera de alusión o de símbolo: matiz que no era menos improcedente recargar que atenuar. Para impedir errores harto fácilmente fatales, un funcionario de la corte de Yedo lo precedía en calidad de maestro de ceremonias. Lejos de la comodidad cortesana y condenado a una villégiature montaraz, que debió parecerle un destierro, Kira Kotsuké no Suké impartía, sin gracia, las instrucciones. A veces dilataba hasta la insolencia el tono magistral. Su discípulo, el señor de la Torre, procuraba disimular esas burlas. No sabía replicar y la disciplina le vedaba toda violencia. Una mañana, sin embargo, la cinta del zapato del maestro se desató y éste le pidió que la atara. El caballero lo hizo con humildad, pero con indignación interior. El incivil maestro de ceremonias dijo que, en verdad, era incorregible, y que sólo un patán era capaz de frangollar un nudo tan torpe. El señor de la Torre sacó la espada y le tiró un hachazo. El otro huyó, apenas rubricada la frente por un hilo tenue de sangre... Días después dictaminaba el tribunal militar contra el heridor y lo condenaba al suicidio. En el patio central de la Torre de Ako elevaron una tarima de fieltro rojo y en ella se mostró el condenado y le entregaron un puñal de oro y piedras y confesó públicamente su culpa y se fue desnudando hasta la cintura, y se abrió el vientre, con las dos heridas rituales, y murió como un samurai, y los espectadores más alejados no vieron sangre porque el fieltro era rojo. Un hombre encanecido y cuidadoso lo decapitó con la espada: el consejero Kuranosuké, su padrino.

El simulador de la infamia

La Torre de Takumi no Kami fue confiscada; sus capitanes desbandados, su familia arruinada y oscurecida, su nombre vinculado a la execración. Un rumor quiere que la idéntica noche que se mató, cuarenta y siete de sus capitanes deliberaran en la cumbre de un monte y planearan, con toda precisión, lo que se produjo un año más tarde. Lo cierto es que debieron proceder entre justificadas demoras y que alguno de sus concilios tuvo lugar, no en la cumbre difícil de una montaña, sino en una capilla en un bosque, mediocre pabellón de madera blanca, sin otro adorno que la caja rectangular que contiene un espejo. Apetecían la venganza, y la venganza debió parecerles inalcanzable.
Kira Kotsuké no Suké, el odiado maestro de ceremonias, había fortificado su casa y una nube de arqueros y de esgrimistas custodiaba su palanquín. Contaba con espías incorruptibles puntuales y secretos. A ninguno celaban y vigilaban como al presunto capitán de los vengadores: Kuranosuké, el consejero. Este lo advirtió por azar y fundó su proyecto vindicatorio sobre ese dato.
Se mudó a Kioto, ciudad insuperada en todo el imperio por el color de sus otoños. Se dejó arrebatar por los lupanares, por las casas de juego y por las tabernas. A pesar de sus canas, se codeó con rámeras y con poetas, y hasta con gente peor. Una vez lo expulsaron de una taberna y amaneció dormido en el umbral, la cabeza revolcada en un vómito.
Un hombre de Satsuma lo conoció, y dijo con tristeza y con ira: ¿No es éste, por ventura, aquel consejero de Asano Takumi no Kami, que 1o ayudó a morir y que en vez de vengar a su señor se entrega a 1os deleites y a la vergüenza?¡Oh, tú indigno de1 nombre de Samurai!
Le pisó la cara dormida y se la escupió. Cuando los espías denunciaron esa pasividad, Kotsuké no Suké sintió un gran alivio.
Los hechos no pararon ahí. El consejero despidió a su mujer y al menor de sus hijos, y compró una querida en un lupanar, famosa infamia que alegró el corazón y relajó la temerosa prudencia del enemigo. Éste acabó por despachar la mitad de sus guardias.
Una de las noches atroces del invierno de 1703 los cuarenta y siete capitanes se dieron cita en un desmantelado jardín de los alrededores de Yedo, cerca de un puente y de la fábrica de barajas. Iban con las banderas de su señor. Antes de emprender el asedio, advirtieron a los vecinos que no se trataba de un atropello, sino de una operación militar de estricta justicia.

La cicatriz

Dos bandas atacaron el palacio de Kira Kotsuké no Suké. El consejero comandó la primera, que atacó la puerta del frente; la segunda, su hijo mayor, que estaba por cumplir dieciséis años y que murió esa noche. La historia sabe los diversos momentos de esa pesadilla tan lúcida: el descenso arriesgado y pendular por las escaleras de cuerda, el tambor del ataque, la precipitación de los defensores, los arqueros apostados en la azotea, el directo destino de las flechas hacia los órganos vitales del hombre, las porcelanas infamadas de sangre, la muerte ardiente que después es glacial; los impudores y desórdenes de la muerte.
Nueve capitanes murieron; los defensores no eran menos valientes y no se quisieron rendir. Poco después de media noche toda resistencia cesó.
Kira Kotsuké no Suké, razón ignominiosa de esas lealtades, no aparecía. Lo buscaron por todos los rincones de ese conmovido palacio, y ya desesperaban de encontrarlo cuando el consejero notó que las sábanas de su lecho estaban aún tibias. Volvieron a buscar y descubrieron una estrecha ventana, disimulada por un espejo de bronce. Abajo, desde un patiecito sombrío, los miraba un hombre de blanco. Una espada temblorosa estaba en su diestra. Cuando bajaron, el hombre se entregó sin pelear. Le rayaba la frente una cicatriz: viejo dibujo del acero de Takumi no Kami.
Entonces, los sangrientos capitanes se arrojaron a los pies del aborrecido y le dijeron que eran los oficiales del señor de la Torre, de cuya perdición y cuyo fin él era culpable, y le rogaron que se suicidara, como un samurai debe hacerlo.
En vano propusieron ese decoro a su ánimo servil. Era varón inaccesible al honor; a la madrugada tuvieron que degollarlo.
El testimonio

Ya satisfecha su venganza (pero sin ira, y sin agitación, y sin lástima), los capitanes se dirigieron al templo que guarda las reliquias de su señor.
En un caldero llevan la increíble cabeza de Kira Kotsuké no Suké y se turnan para cuidarla. Atraviesan los campos y las provincias, a la luz sincera del día. Los hombres los bendicen y lloran. El príncipe de Sendai los quiere hospedar, pero responden que hace casi dos años que los aguarda su señor. Llegan al oscuro sepulcro y ofrendan la cabeza del enemigo.
La Suprema Corte emite su fallo. Es el que esperan: se les otorga el privilegio de suicidarse. Todos lo cumplen, algunos con ardiente serenidad, y reposan al lado de su señor. Hombres y niños vienen a rezar al sepulcro de esos hombres tan fieles.
El hombre de Satsuma

Entre los peregrinos que acuden, hay un muchacho polvoriento y cansado que debe haber venido de lejos. Se prosterna ante el monumento de Oishi Kuranosuké, el consejero, y dice en voz alta: Yo te vi tirado en la puerta de un lupanar de Kioto y no pensé que estabas meditando la venganza de tu señor, y te creí un soldado sin fe y te escupí en la cara. He venido a ofrecerte satisfacción. Dijo esto y cometió harakirí.
El prior se condolió de su valentía y le dio sepultura en el lugar donde los capitanes reposan.
Éste es el final de la historia de los cuarenta y siete hombres leales -salvo que no tiene final, porque los otros hombres, que no somos leales tal vez, pero que nunca perderemos del todo la esperanza de serlo, seguiremos honrándolos con palabras.

JORGE LUIS BORGE-POEMA DE LOS DONES





Nadie rebaje a lágrima o reproche
Esta declaración de la maestría
De Dios, que con magnífica ironía
Me dio a la vez los libros y la noche.
De esta ciudad de libros hizo dueños
A unos ojos sin luz, que sólo pueden
Leer en las bibliotecas de los sueños
Los insensatos párrafos que ceden
Las albas a su afán. En vano el día
Les prodiga sus libros infinitos,
Arduos como los arduos manuscritos
Que perecieron en Alejandria.
De hambre y de sed (narra una historia griega)
Muere un rey entre fuentes y jardines;
Yo fatigo sin rumbo los confines
De esa alta y honda biblioteca ciega.
Enciclopedias, atlas, el Oriente
Y el Occidente, siglos, dinastías,
Símbolos, cosmos y cosmogonías
Brindan los muros, pero inútilmente.
Lento en mi sombra, la penumbra hueca
Exploro con el báculo indeciso,
Yo, que me figuraba el Paraíso
Bajo la especie de una biblioteca.
Algo, que ciertamente no se nombra
Con la palabra azar, rige estas cosas;
Otro ya recibió en otras borrosas
Tardes los muchos libros y la sombra.
Al errar por las lentas galerías
Suelo sentir con vago horror sagrado
Que soy el otro, el muerto, que habrá dado
Los mismos pasos en los mismos días.
¿Cuál de los dos escribe este poema
De un yo plural y de una sola sombra?
¿Qué importa la palabra que me nombra
si es indiviso y uno el anatema?
Groussac o Borges, miro este querido
Mundo que se deforma y que se apaga
En una pálida ceniza vaga
Que se parece al sueño y al olvido.
(De «El Hacedor»)

El reloj de arena


Está bien que se mida con la dura
Sombra que una columna en el estío
Arroja o con el agua de aquel río
En que Heráclito vio nuestra locura
El tiempo, ya que al tiempo y al destino
Se parecen los dos: la imponderable
Sombra diurna y el curso irrevocable
Del agua que prosigue su camino.
Está bien, pero el tiempo en los desiertos
Otra substancia halló, suave y pesada,
Que parece haber sido imaginada
Para medir el tiempo de los muertos.
Surge así el alegórico instrumento
De los grabados de los diccionarios,
La pieza que los grises anticuarios
Relegarán al mundo ceniciento
Del alfil desparejo, de la espada
Inerme, del borroso telescopio,
Del sándalo mordido por el opio
Del polvo, del azar y de la nada.
¿Quién no se ha demorado ante el severo
Y tétrico instrumento que acompaña
En la diestra del dios a la guadaña
Y cuyas líneas repitió Durero?
Por el ápice abierto el cono inverso
Deja caer la cautelosa arena,
Oro gradual que se desprende y llena
El cóncavo cristal de su universo.
Hay un agrado en observar la arcana
Arena que resbala y que declina
Y, a punto de caer, se arremolina
Con una prisa que es del todo humana.
La arena de los ciclos es la misma
E infinita es la historia de la arena;
Así, bajo tus dichas o tu pena,
La invulnerable eternidad se abisma.
No se detiene nunca la caída
Yo me desangro, no el cristal. El rito
De decantar la arena es infinito
Y con la arena se nos va la vida.
En los minutos de la arena creo
Sentir el tiempo cósmico: la historia
Que encierra en sus espejos la memoria
O que ha disuelto el mágico Leteo.
El pilar de humo y el pilar de fuego,
Cartago y Roma y su apretada guerra,
Simón Mago, los siete pies de tierra
Que el rey sajón ofrece al rey noruego,
Todo lo arrastra y pierde este incansable
Hilo sutil de arena numerosa.
No he de salvarme yo, fortuita cosa
De tiempo, que es materia deleznable.

Los espejos


Yo que sentí el horror de los espejos
No sólo ante el cristal impenetrable
Donde acaba y empieza, inhabitable,
un imposible espacio de reflejos
Sino ante el agua especular que imita
El otro azul en su profundo cielo
Que a veces raya el ilusorio vuelo
Del ave inversa o que un temblor agita
Y ante la superficie silenciosa
Del ébano sutil cuya tersura
Repite como un sueño la blancura
De un vago mármol o una vaga rosa,
Hoy, al cabo de tantos y perplejos
Años de errar bajo la varia luna,
Me pregunto qué azar de la fortuna
Hizo que yo temiera los espejos.
Espejos de metal, enmascarado
Espejo de caoba que en la bruma
De su rojo crepúsculo disfuma
Ese rostro que mira y es mirado,
Infinitos los veo, elementales
Ejecutores de un antiguo pacto,
Multiplicar el mundo como el acto
Generativo, insomnes y fatales.
Prolongan este vano mundo incierto
En su vertiginosa telaraña;
A veces en la tarde los empaña
El hálito de un hombre que no ha muerto.
Nos acecha el cristal. Si entre las cuatro
Paredes de la alcoba hay un espejo,
Ya no estoy solo. Hay otro. Hay el reflejo
Que arma en el alba un sigiloso teatro.
Todo acontece y nada se recuerda
En esos gabinetes cristalinos
Donde, como fantásticos rabinos,
Leemos los libros de derecha a izquierda.
Claudio, rey de una tarde, rey soñado,
No sintió que era un sueño hasta aquel día
En que un actor mimó su felonía
Con arte silencioso, en un tablado.
Que haya sueños es raro, que haya espejos,
Que el usual y gastado repertorio
De cada día incluya el ilusorio
Orbe profundo que urden los reflejos.
Dios (he dado en pensar) pone un empeño
En toda esa inasible arquitectura
Que edifica la luz con la tersura
Del cristal y la sombra con el sueño.
Dios ha creado las noches que se arman
De sueños y las formas del espejo
Para que el hombre sienta que es reflejo
Y vanidad. Por eso nos alarman.

La luna


Cuenta la historia que en aquel pasado
Tiempo en que sucedieron tantas cosas
Reales, imaginarias y dudosas,
Un hombre concibió el desmesurado
Proyecto de cifrar el universo
En un libro y con ímpetu infinito
Erigió el alto y arduo manuscrito
Y limó y declamó el último verso.
Gracias iba a rendir a la fortuna
Cuando al alzar los ojos vio un bruñido
Disco en el aire y comprendió, aturdido,
Que se había olvidado de la luna.
La historia que he narrado aunque fingida,
Bien puede figurar el maleficio
De cuantos ejercemos el oficio
De cambiar en palabras nuestra vida.
Siempre se pierde lo esencial. Es una
Ley de toda palabra sobre el numen.
No la sabrá eludir este resumen
De mi largo comercio con la luna.
No sé dónde la vi por vez primera,
Si en el cielo anterior de la doctrina
Del griego o en la tarde que declina
Sobre el patio del pozo y de la higuera.
Según se sabe, esta mudable vida
Puede, entre tantas cosas, ser muy bella
Y hubo así alguna tarde en que con ella
Te miramos, oh luna compartida.
Más que las lunas de las noches puedo
Recordar las del verso: la hechizada
Dragon moon que da horror a la halada
Y la luna sangrienta de Quevedo.
De otra luna de sangre y de escarlata
Habló Juan en su libro de feroces
Prodigios y de júbilos atroces;
Otras más claras lunas hay de plata.
Pitágoras con sangre (narra una
Tradición) escribía en un espejo
Y los hombres leían el reflejo
En aquel otro espejo que es la luna.
De hierro hay una selva donde mora
El alto lobo cuya extraña suerte
Es derribar la luna y darle muerte
Cuando enrojezca el mar la última aurora.
(Esto el Norte profético lo sabe
Y tan bien que ese día los abiertos
Mares del mundo infestará la nave
Que se hace con las uñas de los muertos.)
Cuando, en Ginebra o Zürich, la fortuna
Quiso que yo también fuera poeta,
Me impuse. como todos, la secreta
Obligación de definir la luna.
Con una suerte de estudiosa pena
Agotaba modestas variaciones,
Bajo el vivo temor de que Lugones
Ya hubiera usado el ámbar o la arena,
De lejano marfil, de humo, de fría
Nieve fueron las lunas que alumbraron
Versos que ciertamente no lograron
El arduo honor de la tipografía.
Pensaba que el poeta es aquel hombre
Que, como el rojo Adán del Paraíso,
Impone a cada cosa su preciso
Y verdadero y no sabido nombre,
Ariosto me enseñó que en la dudosa
Luna moran los sueños, lo inasible,
El tiempo que se pierde, lo posible
O lo imposible, que es la misma cosa.
De la Diana triforme Apolodoro
Me dejo divisar la sombra mágica;
Hugo me dio una hoz que era de oro,
Y un irlandés, su negra luna trágica.
Y, mientras yo sondeaba aquella mina
De las lunas de la mitología,
Ahí estaba, a la vuelta de la esquina,
La luna celestial de cada día
Sé que entre todas las palabras, una
Hay para recordarla o figurarla.
El secreto, a mi ver, está en usarla
Con humildad. Es la palabra luna.
Ya no me atrevo a macular su pura
Aparición con una imagen vana;
La veo indescifrable y cotidiana
Y más allá de mi literatura.
Sé que la luna o la palabra luna
Es una letra que fue creada para
La compleja escritura de esa rara
Cosa que somos, numerosa y una.
Es uno de los símbolos que al hombre
Da el hado o el azar para que un día
De exaltación gloriosa o de agonía
Pueda escribir su verdadero nombre.

La lluvia


Bruscamente la tarde se ha aclarado
Porque ya cae la lluvia minuciosa.
Cae o cayó. La lluvia es una cosa
Que sin duda sucede en el pasado.
Quien la oye caer ha recobrado
El tiempo en que la suerte venturosa
Le reveló una flor llamada rosa
Y el curioso color del colorado.
Esta lluvia que ciega los cristales
Alegrará en perdidos arrabales
Las negras uvas de una parra en cierto
Patio que ya no existe. La mojada
Tarde me trae la voz, la voz deseada,
De mi padre que vuelve y que no ha muerto.

Arte poética


Mirar el río hecho de tiempo y agua
Y recordar que el tiempo es otro río,
Saber que nos perdemos como el río
Y que los rostros pasan como el agua.
Sentir que la vigilia es otro sueño
Que sueña no soñar y que la muerte
Que teme nuestra carne es esa muerte
De cada noche, que se llama sueño.
Ver en el día o en el año un símbolo
De los días del hombre y de sus años,
Convertir el ultraje de los años
En una música, un rumor y un símbolo,
Ver en la muerte el sueño, en el ocaso
Un triste oro, tal es la poesía
Que es inmortal y pobre. La poesía
Vuelve como la aurora y el ocaso.
A veces en las tardes una cara
Nos mira desde el fondo de un espejo;
El arte debe ser como ese espejo
Que nos revela nuestra propia cara.
Cuentan que Ulises, harto de prodigios,
Lloró de amor al divisar su Itaca
Verde y humilde. El arte es esa Itaca
De verde eternidad, no de prodigios.
También es como el río interminable
Que pasa y queda y es cristal de un mismo
Heráclito inconstante, que es el mismo
Y es otro, como el río interminable.

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CONOCIENDO EL MUNDO A TRAVEZ DE LA FOTOGRAFIA

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