domingo, 27 de mayo de 2012

UN CANTO AL SILENCIO. Por Ramón Sánchez




¡Inmóvil y solitario
me encuentro encerrado entre estos hierros fríos;
asi espero la noche que se aproxima, es mi primera noche  y confieso que ya siento la soledad clavándome la piel.

A poco la veo llegar, desde entonces la angustia se vuelve mas angustiante y presiento como si ella se  fuera adentrando entre mi carne,  tan solo llevo horas encerrado en este maldito chiquero,  y confieso que ya no me interesa saber si soy culpable o inocente.

Ayúdame Señor... grito en voz alta , te pido padre mío que venga a socorrerme, ven pronto porque ya siento un raro ajetreo entre mis huesos  y el dolor que llevo dentro es tan intenso que a veces presiento que  mis días están por terminar.

Y es que cada hora que pasa, a  mi boca llega la desesperanza, tal vez es  por qué no tengo con quien compartir mis penas.

Para no enloquecer, me entretengo contando los barrotes de mi celda, y desde mi frío callejón  platico con el único amigo que tengo.  El lucero que da luz a la mañana.
A él le hablo sin temores, le cuento de  ella, y le digo cada una de mis cosas; y hasta le leo algunas cartas de las tantas que traje conmigo.

Y afuera... en el patio del penal se oyen gritos y estos se confunden con los pasos alargados del vigía, al rato se escucha el rechinar impaciente de sus llaves, y se oye el ronquido de  los goznes de una puerta que se abre, o quizás de una que sé cerró eternamente.

A fuera,  el  viejo grillo me entretiene con su alegre cantar, hay  veces que le suplico para que deje ese canto, luego me arrepiento  por que nadie mas que él alegra mi despertar.

Al día siguiente, muy de mañana las puertas se abren,  el sol  va penetrando lentamente y va llenando de luz cada sendero del penal, y yo empiezo a  llenarme de una nueva  esperanza.

Salgo hasta afuera, titiritando de frío, aun así me queda tiempo  para pensar en ella y para darle gracias  al divino redentor.

A el le confieso que la amo, le digo que presiento que hoy estará conmigo.
Le comento que anoche la vi  dormida  junto a mí, y que de tanto poseerla  me olvidé hasta de pensar en mi  libertad.
 
De pronto, veo frente a mí muchos rostros entristecidos.
¿Son reos al igual que yo? 

Hombres que una vez fueron más que hombres.

Algunos, con los ojos trasnochados clavan en mi rostro sus miradas, y yo con algo de miedo le extiendo mis manos para humedecerla con el agua del rocío que trajo la mañana.





12:30 PM  Publicado por Samuel Tejada  No comments
Compartir en TwitterFacebookRedacción demaosoy.com Por Manuel Rodríguez Bonilla

http://2.bp.blogspot.com/_-26rjqh-DXs/StIZ7xqyffI/AAAAAAAACBI/n9CfXDNEIT8/s320/jjreyes-2.JPGDatos biográficos

El 6 de julio del año 1962, un viernes de una primavera que también moría, fallecía, tal vez el más conspicuo de los humanos que han nacido en la Villa de los Bellos Atardeceres, y uno de los dominicanos más sensibles y entregados a su tierra: JUAN DE JESÚS REYES ARANDA.

Nació en el entonces paraje de Hatico, del poblado de Mao, provincia de Santiago, el lunes 6 de mayo del año 1872. Hijo de Estanislao Reyes García, oriundo de moca y el primero en ser electo Diputado por la común de Mao, entonces parte de la provincia de Santiago. El señor Reyes García era hijo, a su vez, de Tomás Reyes, quien llego al poblado de Santa Cruz de Mao en la segunda mitad del siglo XIX.

La madre de Juan de Jesús Reyes lo fue Altagracia Aranda Cabral, descendiente de José Estanislao Aranda, Capitán del ejército dominicano y luchador en las guerras independentistas contra Haití. Calló abatido en la histórica batalla de Beller, en Dajabón.

A los 6 días de nacido, Juan de Jesús Reyes es bautizado el 12 de mayo por el reverendo Pedro Francisco Contonitte, quien era cura para las comunidades de Monte Cristi y Dajabón.
Fue su padrino Clemente Reyes, tío de Estanislao Reyes García, el padre de Juan de Jesús. La madrina lo fue la señora Baudilia Reyes Cabral, hija de Francisco (Tito) Reyes, vicepresidente del primer Ayuntamiento, en el 1882. El bautizo se escenificó en la iglesia del poblado de Guayubín.

Los hermanos de Juan de Jesús Reyes fueron Elisa Victoria y los hacendados Rafael Tobías y Juan Antonio. Así mismo, Emilio Antonio Reyes, propulsor del comercio en la común de Mao y José Ismael Reyes, fundador de la segunda farmacia y factoría de la jurisdicción, dedicado por muchos años a la medicina práctica y al servicio humanitario a favor de los lugareños.

El lunes 11 de mayo de 1896, Juan de Jesús Reyes Aranda contrajo matrimonio con Emilia de Jesús Báez Rodríguez, nativa de Mao e hija del restaurador Roque Báez (español) y Marcelina Rodríguez, oriunda de San José de las Matas. Con Emilia procreó a Néstor Virgilio, Adriana María, Eligio Epaminondas, Socorro Melitina del Carmen, Parmenio Elpidio, Rosa María, Emilio Antonio, Dulce Caridad y Juan Clemente Damico Reyes Báez.

Con la señora Lidia Inoa Gómez, nativa de Mao, nacieron también sus hijos Georgina, Neftalí, Rafael Enrique, Ana Virginia, Neolina, Ramón Antonio, Manuel de Jesús, Homero Moisés, Pompeyo, Honoria y Gladys Mercedes Reyes Inoa.

En total, Juan de Jesús Reyes Aranda logró procrear 20 hijos, de los cuales la mayoría aún sobreviven.

EL PARASITO DEL TREN. VICENTE BLASCO IBAÑEZ




-Si -dijo el amigo Pérez a todos sus contertulios del café-; en este periódico acabo de
leer la noticia de la muerte de un amigo. Sólo lo vi una vez, y, sin embargo, lo he
recordado en muchas ocasiones. ¡Vaya un amigo!
Lo conocí una noche viniendo a Madrid en el tren correo de Valencia. Iba yo en el
departamento de primera. En Albacete bajo el único viajero que me acompañaba, y al
verme solo, como había dormido mal la noche anterior, me estremecí voluptuosamente
contemplando los almohadones grises. ¡Todos para mí! ¡Podía extenderme con libertad!
¡Flojo sueño echar hasta Alcázar de San Juan!
Con el velo verde de la lámpara y el departamento quedó en deliciosa penumbra.
Envuelto en mi manta, me tendí de espaldas, estirando mis piernas cuanto pude con la
deliciosa seguridad de no molestar a nadie.

El tren corría por las llanuras de la Mancha, áridas y desoladas. Las estaciones
estaban a largas distancias: la locomotora extremaba su velocidad, y mi coche gemía y
temblaba como una vieja diligencia. Balanceándome sobre la espalda, impulsado por el
terrible traqueteo; las franjas de los almohadones arremolinábanse; saltaban las maletas
sobre las comisas de red; temblaban los cristales en sus alvéolos de las ventanillas, y un
espantoso rechinar de hierro viejo venia de abajo. Las ruedas y frenos gruñían; pero
conforme se cerraban mis ojos, encontraba yo en su mido nuevas modulaciones, y tan
pronto me creía mecido por las olas como me imaginaba que había retrocedido hasta la
niñez y me arrullaba una nodriza de bronca voz.
Pensando tales tonterías, me dormí, oyendo siempre el mismo estrépito y sin que el
tren se detuviera.

Una impresión de frescura me despertó. Sentí en la cara como un golpe de agua fila.
Al abrir los ojos vi el departamento solo; la portezuela de enfrente estaba cenada. Pero
sentí de nuevo el soplo frio de la noche, aumentado por el huracán que levantaba el tren
en su rápida marcha, y al incorporarme, vi la otra portezuela, la inmediata a mi,
completamente abierta, con un hombre sentado al borde de la plataforma, los pies fuera,
en el estribo encogido, con la cabeza vuelta hacia mi y unos ojos que brillaban mucho en su cara oscura.
La sorpresa no me permitía pensar. Mis ideas estaban aún embrolladas por el sueño.
En el primer momento sentí cierto tenor supersticioso. Aquel hombre, que se aparecía
estando el tren en marcha, tenia algo de los fantasmas de mis cuentos de niño.
Pero inmediatamente recordé los asaltos en las vías férreas, los robos de los trenes,
los asesinatos en un vagón, todos los crímenes de esta clase que había leído, y pensé que
estaba solo, sin un mal timbre para avisar a los que dormían al otro lado de los tabiques
de madera. Aquel hombre era seguramente un ladrón.
El instinto de defensa, o, más bien, el miedo, me dio cierta ferocidad. Me arrojé sobre
el desconocido, empujándolo con codos y rodillas; perdió el equilibrio; se agarró
desesperadamente al borde de la portezuela, y yo seguí empujándole, pugnando por
arrancar sus crispa das manos de aquel asidero para arrojarlo a la vía. Todas las ventajas
estaban de mi parte.
-¡Por Dios, señorito! -gimió con voz ahogada-. Señorito, déjeme usted. Soy un
hombre de bien.

Y había tal expresión de humildad y angustia en sus palabras, que me sentí
avergonzado de mi brutalidad y le solté.
Se sentó otra vez, jadeante y tembloroso, en el hueco de la portezuela, mientras yo
quedaba en pie, bajo la lámpara, cuyo velo descubrí.
Entonces pude verlo. Era un campesino, pequeño y enjuto, un pobre diablo, con una
zamarra remendada y mugrienta y pantalones de color claro. Su gorra negra casi se
confundía con el tinte cobrizo y barnizado de su cara, en la que se destacaban los ojos, de mirada mansa, y una dentadura de rumiante, fuerte y amarillenta, que se descubría al
contraerse los labios con sonrisa de estúpido agradecimiento.
Me miraba como un peno a quien se ha salvado la vida, y, mientras tanto, sus
oscuras manos buscaban y rebuscaban en la faja y los bolsillos. Esto casi me hizo
arrepentirme de mi generosidad, y mientras el gañán buscaba, yo metía mano en el cinto
y empujaba mi revólver. ¡Si creía pillarme descuidado!...
Tiró él de su faja, sacando algo, y yo le imité, sacando de la funda medio revólver.
Pero lo que él tenia en la mano era un cartoncito mugriento y acribillado, que me enseñó
con satisfacción.
-Yo también llevo billete, señorito, Lo miré y no pude menos de echarme a reír:
-Pero ¡si es antiguo! - le dije-. Ya hace años que sirvió... ¿Y con esto te crees
autorizado para asaltar el tren y asustar a los viajeros?
Al ver su burdo engaño descubierto, puso la cara triste, como si temiera que
intentase yo arrojarlo otra vez a la vía, Sentí compasión y quise mostrarme bondadoso y
alegre para ocultar los efectos de la sorpresa, que aún duraban en mi.
-Vamos, acaba de subir. Siéntate dentro y cierra la portezuela.
-No, señor -dijo con entereza-. Yo no tengo derecho a ir dentro, como un señorito.
Aquí, y gracias, pues no tengo dinero.
Y con la firmeza de un testamdo se mantuvo en su puesto.
Yo estaba sentado junto a él; mis rodillas, en su espalda. Entraba en el
departamento un verdadero huracán. El tren coma a toda velocidad; sobre los yermos y
terrosos desmontes resbalaba la mancha roja y oblicua de la abierta portezuela, y en ella,
la sombra encogida del desconocido y la mía. Pasaban los postes telegráficos como
pinceladas amarillas sobre el fondo negro de la noche, y en los ribazos brillaban un
instante, cual enormes luciérnagas, los carbones encendidos que arrojaba la locomotora.
El pobre hombre estaba intranquilo, como si extrañase que le dejara permanecer en
aquel sitio. Le di un cigarro, y poco a poco fue ha blando.
Todos los sábados hacia el viaje del mismo modo. Esperaba el tren a su salida de
Albacete, saltaba a un estribo, con riesgo de ser despedazado; coma por fuera todos los
vagones, buscando un departamento vacio, y en las estaciones apeábase poco antes de la
llegada, y volvía a subir después de la salida: siempre mudando de sitio para evitar la
vigilancia de los empleados, unas malas almas enemigas de los pobres.
-Pero ¿adónde vas? -le dije-. ¿Por qué haces este viaje, exponiéndote a morir
despedazado?
Iba a pasar el domingo con su familia. ¡Cosas de pobre! Él trabajaba algo en
Albacete y su mujer serbia en un pueblo. El hambre los había separado. Al principio,
hacia el viaje a pie; toda una noche de marcha; y cuando llegaba por la mañana, caía
rendido, sin ganas de hablar con su mujer ni de jugar con los chicos. Pero ya se había
despabilado, ya no tenia miedo, y hacia el viaje tan ricamente en el tren. Ver a sus hijos le
daba fuerzas para trabajar más toda la semana. Tenía tres:
el pequeño era así, no levantaba dos palmos del suelo, y, sin embargo, le reconocía,
y, al verle entrar tendiole los brazos al cuello.
-Pero ¿tú -le dije- no piensas que en cualquiera de estos viajes tus hijos van a
quedarse sin padre?
Él sonreía con confianza. Entendía muy bien aquel negocio. No le asustaba el tren
cuando llegaba como caballo desbocado, bufando y echando chispas; era ágil y sereno;
un salto, y arriba; y en cuanto a bajar, podría darse algún coscorrón contra los desmontes, pero lo importante era no caer bajo las medas.
No le asustaba el tren, sino los que iban dentro. Buscaba los coches de primera
Porque en ellos encontraba departamentos yacios, ¡Qué de aventuras! Una vez abrió, sin saberlo, el reservado de señoras: Dos monjas que iban dentro gritaron: «~Ladrones!», y él, asustado, se arrojó del tren y tuvo que hacer a pie el resto del camino.
Dos veces había estado próximo, como aquella noche, a ser arrojado a la vía por los
que despertaban sobresaltados con su presencia; y buscando en otra ocasión un
departamento oscuro, tropezó con un viajero que, sin decir palabra, le asestó un
garrotazo, echándole fuera del tren. Aquella noche si que creyó morir.
Y al decir esto, señalaba una cicatriz que cruzaba su frente.
Lo trataban mal, pero él no se quejaba. Aquellos señores tenían razón para asustarse
y defenderse. Comprendía que era merecedor de aquello y algo más; pero ¡qué remedio,
si no tenia dinero y deseaba ver a sus hijos!
El tren iba limitando su marcha, como si se aproximara a una estación. Él,
alarmado, comenzó a incorporarse.
-Quédate - le dije-. Aún falta otra estación para llegar a donde tú vas. Te pagaré el
billete.
-~Quia! No, señor -repuso con candidez maliciosa-. El empleado, al dar el billete,
se fijaría en mi; muchas veces me han perseguido, sin conseguir yerme de cerca, y no
quiero que me tomen la filiación. ¡Feliz viaje, señorito! Es usted la más buena alma que
he encontrado en el tren.
Se alejó por los estribos, agarrado al pasamano de los coches, y se perdió en la
oscuridad, buscando, sin duda, otro sitio donde continuar tranquilo su viaje.
Paramos ante una estación pequeña y silenciosa. Iba a tenderme para dormir,
cuando en el andén sonaron voces imperiosas.
Eran los empleados, los mozos de la estación y una pareja de la Guardia Civil, que
coman en distintas direcciones, como cercando a alguien.
-¡Por aquí!... ¡Cortadle el paso! Dos por el otro lado, para que no escape... Ahora ha
subido sobre el tren. ¡Seguidle!
Y, efectivamente, al poco rato las techumbres de los vagones temblaban bajo el
galope loco de los que se perseguían en aquellas alturas.
Era, sin duda, el amigo, a quien habían sorprendido, y, viéndose cercado, se
refugiaba en lo más alto del tren.
Estaba yo en una ventanilla de la parte opuesta al andén, y vi cómo un hombre
saltaba desde la techumbre de un vagón inmediato con la asombrosa ligereza que da el
peligro. Cayó de bruces en un campo, gateó algunos instantes, como si la violencia del
golpe no le permitiera incorporarse, y, al fin, huyó a todo correr, perdiéndose en la
oscuridad la mancha blanca de sus pantalones.
El jefe del tren gesticulaba al frente de los perseguidores, algunos de los cuales
reían.
-¿Qué es eso? -pregunté al empleado.
-Un tuno que tiene la costumbre de viajar sin billete - me contestó con énfasis-. Ya
le conocemos hace tiempo. Es un parásito del tren; pero poco hemos de poder, o le
pillaremos para que vaya a la cárcel.

Ya no vi más al pobre parásito. En invierno, muchas veces, me he acordado del
infeliz, y lo veía en las afueras de una estación, tal vez azotado por la lluvia y la nieve,
esperando el tren, que pasa como un torbellino, para asaltarlo con la serenidad del
valiente que asalta una trinchera.
Ahora leo que en la vía férrea, cerca de Albacete, se ha encontrado el cadáver de un
hombre despedazado por el tren... Es él, el pobre parásito. No necesito más datos para
creerlo: me lo dice el corazón. «Quien ama el peligro, en él perece.» Tal vez le faltó
inesperadamente la destreza; tal vez algún viajero, asustado por su repentina aparición,
thé menos compasivo que yo y le arrojó bajo las ruedas.
¡Vaya usted a preguntar a la noche lo que pasaría!
-Desde que le conocí -terminó diciendo el amigo Pérez- han pasado cuatro años. En
este tiempo he corrido mucho, y viendo cómo viaja la gente, por capricho o por combatir el aburrimiento, más de una vez he pensado en el pobre gañán, que, separado de su familia por la miseria, cuando quería besar a sus hijos, tenía que verse perseguido y acosado como alimaña feroz y desafiar la muerte con la serenidad de un héroe.
FIN

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CONOCIENDO EL MUNDO A TRAVEZ DE LA FOTOGRAFIA

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