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jueves, 15 de abril de 2010
AMBIENTE Y CULTURA
Montoya, Víctor Lecciones  sobre el arte de escribir cuentos breves                    
El  Tío, como todo diablo de vasta cultura y declarado defensor del cuento  breve-brevísimo-, aprovechó una de nuestras conversas para darme una  lección sobre el arte de trabajar la palabra con la precisión de un  orfebre. 
- Escribir un cuento breve es como  grabar un verso de García Lorca en un anillo de bodas- dijo-. Así de  fácil pero a la vez difícil. 
Lo miré callado, pensando en que el  Tío, a pesar de sus atributos de Satanás, jamás dice las cosas al  tuntún. Es un tipo asaz inteligente, sabio en las ciencias ocultas y en  las ciencias de ciencias. ¿Qué no sabe? ¿Qué no puede? ¿Qué no quiere?  Es un modelo de constancia y rigor intelectual. Y, lo más deslumbrante,  tiene una respuesta para cada pregunta. Así un día, mientras hablábamos  de literatura y literatura, dijo: “Los hombres escriben cuentos  violentos”. ¿Y las mujeres?, le pregunté. “Ése es otro cuento”, me  contestó. 
- En tu opinión, ¿cómo se distingue al  buen escritor de cuentos?- le dije a modo de tantearle sus  conocimientos. 
- Para empezar, al buen escritor se lo  distingue incluso por la forma de andar- replicó con la sabiduría de  quien posee el don del genio y la magia de la palabra-. El escritor de  fuste no necesita tarjetas de presentación, críticos ni reconocimientos.  En él, más que en nadie, la pasión de escribir es como estar  endemoniado, una forma de levitar al borde del delirio, de hacer añicos  la realidad y contar un cuento en el cual la mentira es tan cierta que  nadie la pone en duda, aparte de que su vicio de escribir en soledad es  una enfermedad endémica y sin remedio. Nadie lo puede librar de esa  atadura voluntaria, ni siquiera Cristo en calzoncillos... 
El Tío, consciente de que la virtud del  intelectual consiste en simplificar lo complejo y no en hacer más  complejo lo simple, se daba modos de meterme los conocimientos como con  cuchara, aplicando una didáctica más eficaz que la de un profesor  emérito. Por eso cuando hablaba de un tema aparentemente difícil, como  es la literatura, lo hacía con gran desparpajo y muchos ejemplos. 
- ¿Y cómo se sabe que un cuento es un  buen cuento?- le pregunté con la curiosidad de quien aprovecha una  charla sobre el arte de escribir. 
- Cuando te atrapa desde un principio y  el lenguaje fluye con fuerza propia, cuando el lector reconoce las  situaciones del cuento y empieza a identificarse con los personajes,  quienes, por su verisimilitud, dejan de ser puras invenciones para  hacerse creíbles a los ojos del lector. Un buen cuento se parece a un  caleidoscopio, donde uno encuentra nuevas figuras literarias cada vez  que lo lee y lo relee. Claro que todo esto no depende sólo de la  perfección formal del cuento, incluidos el argumento, el lenguaje y el  estilo, sino de la destreza del autor, quien debe mantener el suspense  del lector hasta el final. En el mejor de los casos, el cuento debe  tener un desenlace sorpresivo e inesperado, porque un cuento sin un  final sorpresivo es como un regalo descubierto en Navidad. 
- Y si el cuento no atrapa desde un  principio ni mantiene tenso el ánimo del lector hasta el final, ¿qué  hacer?- le pregunté, mientras rememoraba los malos cuentos que escribí  en mi juventud creyéndolos obras maestras. 
            - ¡Ah!- contestó el Tío,  reacomodándose en su trono-. En ese caso lo mejor es tirarlo como cuando  se tira abajo un edificio cuyas puertas y ventanas aparecieron  construidas en el techo. A propósito, García Márquez dice: “El esfuerzo  de escribir un cuento corto es tan intenso como empezar una novela”. Y  si el cuento, por alguna razón misteriosa, no sale bien desde un  principio, lo aconsejable es “empezarlo de nuevo por otro camino, o  tirarlo a la basura”, porque escribir un cuento que no quiere ser  escrito es como forzar a una mujer que no te ama. 
            Me quedé pensando en que no  es fácil ser albañil de la literatura, un oficio que parece reservado  sólo para quienes, desde el instante en que conciben una historia en la  imaginación, se sienten apresados en un torbellino de imágenes y  palabras. 
- Otra pregunta- le dije-. A tu juicio,  ¿quién es el buen escritor de cuentos? 
- El ñatito que ve como en una película  la obra de su creación y es capaz de inventar ficciones sobre los tres  pilares fundamentales de la condición humana: la vida, el amor y la  muerte, así algunos críticos digan que lo más importante no es “qué” se  cuenta sino “cómo” se cuenta. Tampoco cabe duda de que un buen escritor  de cuentos breves, usando los instrumentos simples de la palabra  escrita, es capaz de crear personajes, a quienes les concede vida propia  con su aliento y su talento, los crea no de un montoncito de tierra,  como Dios creó al hombre, sino de un montoncito de palabras, como tú me  estás creando contra viento y marea, soplándome vida en tus cuentos de  la mina. El buen escritor posee la magia de sacar las palabras hasta por  los bolsillos, como el mago saca las palomas por las mangas de la  camisa. 
- A propósito de ambientes y  personajes, algunos de mis lectores dice que me repito demasiado, que  patino sobre el mismo tema y sobre el mismo personaje. 
- ¡Bah!- refunfuñó el Tío-. No les  hagas caso, sigue insistiendo sobre el mismo tema, sigue escribiendo  sobre este Tío de la mina y, como recomendaba el viejo Tolstoi:  “Describe tu aldea y serás universal”. 
En efecto, me prometí para mis adentros  seguir escribiendo sobre la realidad dantesca de los mineros y sobre  las ocurrencias de su dios y su diablo protector encarnados en el Tío,  el mismo que en ese instante conversaba conmigo sobre sus autores  preferidos y sobre las claves del cuento breve, dándome la oportunidad  de preguntarle una y otra vez, por ejemplo, ¿cómo elegir un buen cuento  en medio de tanta palabrería? 
- Eso varía de lector a lector- aclaró  el Tío-. Hay cuentos y cuentistas para todos los gustos. Más todavía,  los cuentos, al igual que sus autores, tienen diversas formas, tamaños y  contenidos. Así hay cuentos largos como Julio Cortázar y cuentos cortos  como Tito Monterroso; cuentos livianos como Julio Ramón Ribeyro y  cuentos pesados como Lezama Lima; cuentos chuecos como Augusto Céspedes y  cuentos borrachos como Edgar Allan Poe; cuentos humorísticos como Bryce  Echenique y cuentos angustiados como Franz Kafka; cuentos eruditos como  Jorge Luis Borges y cuentos dandys como Óscar Wilde; cuentos  pervertidos como Marqués de Sade y cuentos degenerados como Charles  Bukovski; cuentos decentes como Antón Chéjov y cuentos eróticos como  Anaîs Nin; cuentos del realismo social como Máximo Gorki y cuentos del  realismo mágico como García Márquez; cuentos suicidas como Horacio  Quiroga y cuentos tímidos como Juan Rulfo; cuentos naturalistas como Guy  de Maupassant y cuentos de ciencia-ficción como Isaac Asimov; cuentos  psicológicos como William Faulkner y cuentos intimistas como Juan Carlos  Onetti; cuentos de la tradición oral como Charles Perrault y cuentos  infantiles como Hans Christian Andersen; cuentos de la mina como  Baldomero Lillo, cuentos rurales como Ciro Alegría, cuentos urbanos como  Mario Benedetti y así, como estos ejemplos, hay un montón de cuentos  como hay de todo en la viña del Señor. El saber elegirlos no es  responsabilidad del escritor sino un oficio que le corresponde al  lector. 
            Al escuchar el chorro de  nombres, en mi condición de eterno aprendiz, me quedé turulato por la  sabiduría del Tío, quien conocía las técnicas del arte de narrar sin  haber escrito un solo cuento. Claro que tampoco tenía por qué haberlo  hecho, si en sus manos tenía a un escribano como yo, encargado de  transcribir los dictados de su ingenio y su corazón de diablo. 
Mi curiosidad por saber más sobre el  arte de escribir cuentos breves fue in crescendo, hasta que indagué el  porqué de su preferencia por el cuento breve. 
            El Tío se arrimó en el  espaldar de su trono, irguió la cabeza, cruzó los brazos y explicó: 
- Porque es una creación literaria  donde se ensamblan la brevedad, la precisión verbal y la originalidad,  pero también la sintaxis correcta y la claridad semántica, porque no es  lo mismo decir: “Dos tazas de té, que dos tetazas”, ni es lo mismo  decir: “La Virgen del Socavón, que el socavón de la virgen”. 
Estaba a punto de abrir la boca cuando  él, sin importarle un bledo lo que quería decirle, se me adelantó con la  agilidad propia de un gran conversador: 
- El cuento breve es tiempo  concentrado, tan concentrado que, algunas veces, puede estar compuesto  sólo por un título y una frase. Ahí tenemos “El dinosaurio”, un cuentito  corto como su autor: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba  allí”, dice Monterroso, seguro de haber cazado un animal prehistórico  con siete palabras. Otro ejemplo, Antón Chéjov, acaso sin saberlo, anotó  en su cuaderno de apuntes una anécdota, que bien podía haber sido un  cuento condensado: “Un hombre, en Montecarlo, va al casino, gana un  millón, vuelve a casa, se suicida”. Lástima que el ruso dejó esta idea  entre sus apuntes como un diamante no pulido. De lo contrario, éste  podía haber sido el cuento breve más perfecto sobre la vida de un  millonario suicida. ¿Qué te parece, eh? ¿Qué te parece? 
- ¿Y qué me dices de los cuentos de  largo aliento?- le pregunté sólo por llevar más agua a su molino. 
El Tío se dio cuenta de mi actitud de  preguntón, paseó la mirada por doquier, se alisó los bigotes con la  lengua y contestó: 
            - Los cuentos largos son  como los largometrajes, si no terminas dormido, terminas bostezando como  cuando te metes en una sopa de letras. En el cuento breve, que se  diferencia de la novela por su extensión, deben figurar sólo las  palabras necesarias. No en vano Cortázar decía que el cuento es  instantáneo como una fotografía y la novela es larga como una película. 
            - O sea que la clave de un  cuento breve radica en sintetizar el lenguaje- dije sin estar muy seguro  de lo que decía. 
- Más que sintetizar- precisó el Tío-,  es necesario economizar el lenguaje, evitando la “inflación palabraria”,  como dice Eduardo Galeano, quien recorrió un largo trecho hacia el  desnudamiento de la palabra. El lenguaje tiene que ser llano y sencillo,  lo más sencillo y claro posibles. No hay porqué escribir una prosa  florida ni abigarrada, ni usar un lenguaje rimbombante ni hacer del  cuento un árbol de abundante follaje y pocos frutos. Por el contrario,  se trata de hacer un striptease del lenguaje, hasta dejarlo con su pura  sencillez y encanto, porque en la sencillez del lenguaje se esconde la  belleza del arte literario... 
- Cómo es eso de desnudar la palabra-  irrumpí, sin haber comprendido el meollo del asunto. 
            - Fácil- dijo el Tío-.  ¿Recuerdas el ejemplito sobre el letrero del pescadero? 
- No- contesté, rascándome la cabeza. 
- Ay, ay, ay. ¡Qué cabezota, eh!-  enfatizó-. Según el ejemplo de Galeano, el pescadero rotuló sobre la  entrada de su tienda: “Aquí se vende pescado fresco". Pasó un vecino y  le dijo: “Es obvio que es aquí, no hace falta  escribirlo”. Y borró el aquí. Pasó otro vecino y le  dijo: “Es innecesario escribir se vende, ¿o acaso  regala usted el pescado?”. Y borró el se vende. Y sólo  quedó “pescado fresco”. Sí. Y pasó otro vecino y dijo: “¿Acaso cree que  alguien piensa que vende pescado podrido, que escribe fresco...?”.  Y borró fresco. Ya sólo figuraba pescado.  Así es... hasta que otro vecino pasó y le dijo al pescadero: “¿Por qué  escribe pescado? ¿Acaso alguien dudaría de que se  vende otra cosa que pescado, con el olor que sale de aquí?”. Así que el  pescadero quitó las palabras que escribió sobre la entrada de su  tienda... 
            El Tío parecía levitar  mientras hablaba, como haciendo gala de su memoria retentiva. Hizo una  breve pausa y luego continuó: 
            - Qué te parece la  ocurrencia del pelado Galeano, ese trotamundos que, además de hacer  striptease del lenguaje, logró escribir la historia de América Latina en  pedacitos y con las venas abiertas. 
            - Muy bueno el ejemplo, muy  bueno- contesté-. Pero, ¿hacía falta quitar todas las palabras del  letrero? 
- Está más claro que el agua. Hay cosas  que no pueden ser “palabreadas” así nomás. Por eso Galeano, siguiendo  las enseñazas del maestro Juan Carlos Onetti, se hizo consciente de que  “las únicas palabras que merecen existir son las palabras mejores que el  silencio". 
            - En eso estoy plenamente de  acuerdo- le dije de golpe y porrazo-. Es como cuando se habla, si las  palabras que se van a decir no son más bellas que el silencio, lo mejor  es callar. 
            - Así es, pues- aseveró el  Tío-. A veces, “la única manera de decir es callando” o como dice el  verso de Pablo Neruda: “Me gustas cuando callas porque estás como  ausente...”. 
            Ahí se plantó nuestra  conversa y se abrió un largo silencio. 
Antes de cerrar la noche, me despedí  del Tío, no sin antes agradecerle por su magistral enseñanza que, de  seguir machacando mi oficio de artesano en la palabra, me ayudará a  mejorar mis cuentos mal escritos, aunque sé por experiencia propia que  “del dicho al hecho, hay mucho trecho”, tal cual reza el refrán popular.  
            Iba a franquear la puerta,  cuando de pronto, a mis espaldas, escuché la voz del Tío: 
            - No dejes de escribir  cuentos breves, como esos que a mí me gustan. 
            Me di la vuelta, le eché una  veloz ojeada y pregunté: 
            - ¿Como cuáles? 
            - Como los cuentos mineros  donde cobro vida propia gracias a las aventuras de tu imaginación. 
            Me  volví otra vez y salí de prisa, sin dejar más palabras que el silencio a  mis espaldas.
Nota: Tío: Dios y diablo de la mitología  andina. Los mineros le temen y le rinde pleitesía, ofrendándole hojas de  coca, cigarrillos y aguardiente.  
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