Asomado a la puerta entreabierta,
Ybraim Hassan me esperaba ansioso aquella tarde, y yo sigilosa, muy pegada a
las paredes exteriores de la casa, me deslicé, con el corazón palpitante casi a
ras de la garganta. Tan pronto alcancé el olor a vetiver que salía de su
cuerpo, me alcanzaron también sus brazos y su boca en un abrazo tranquilo que
calmó mis latidos y un beso tibio que me llevó a los umbrales de un iniciado
placer reconfortante. Así me recibió aquella tarde que se marcó en mí como una
herida luminosa por donde manó luego un río de recuerdos al que recurro cada
vez que quiero abrevar mi sed de calma y curarme las heridas que me infligió la
vida.
Alumbrada con velas de aromas y
colores diferentes e inciensos con fragancia de sándalos y rosas, toda la casa
parecía un altar preparado para un ritual pagano. Sus manos arrugadas y suaves,
de largos dedos experimentados en caricias, me fueron desnudando. Y con la
paciencia ancestral de un abuelo que va reconociendo las partes de un cuerpo de
mujer que ya creía olvidado, tanteó cada ladera, cada cumbre, cada hueco, cada
colina. Yo tenía trece años y él contemplaba cada tramo desvelado como quien
palpa una reliquia. Como un tesoro que lo deslumbrara. Lo vi temblar de codicia
al saberse único dueño de riquezas recién descubiertas e intocadas.
Ya desnuda, ungió con aceite de
nardos mis cabellos. Y siguiendo como un peregrino el sagrado trayecto de mi
cuello, con la misma caricia, continuó sin detenerse la ruta de mi espalda. Mi
piel se estremecía al contacto de la tibieza de su mano. Me miró. Se alejó unos
pasos a contemplarme, como un escultor que necesita la distancia para
perfeccionar su obra. Vi en sus ojos la admiración complacida que le jugueteaba
en la mirada. Volvió a mi lado para continuar su creación y con un sosegado
andar de ungimiento iba de mis pechos a mi vientre hasta alcanzar mis muslos y
mis piernas, así logró dar un brillo aromático a mi cuerpo que ya pedía la
inevitable entrega.
Pero faltaba más. Me alzó en sus
brazos y me depositó en un lecho de rosas rojas esparcidas que cubrían todo el
espacio de la cama. Entonces, entibió en su aliento unas gotas de esencia de
jazmín tomadas de un bello frasco color violeta y separando mis muslos,
restregó con infinita paciencia el Monte de Venus y la hendija secreta de mis
labios silenciosamente escondidos. Ya ungida de aromas, con las luces de las
velas haciendo filigranas de claroscuros por toda la geografía de mi piel, puso
en mi cuello un hilo de oro puro, en mis tobillos y brazos ricas pulseras y
anillos con piedras preciosas en los dedos de mis manos y mis pies. Complacido,
volvió a alejarse para contemplar su obra. Se desnudó entonces y, sin dejar de
contemplarme, se acostó a mi lado. Su respiración me llegaba jadeante,
entrecortada y su inútil sexo se perdía en los pliegues de sus muslos. Ybraim
tenía entonces ochenta años y con él aprendí a conocer el manejo de las
riquezas de mi cuerpo.
Inclinado sobre mí, posó en mi
vientre sus labios y cuando creí que iba a lamerlo, dejó escapar de su boca una
esmeralda hermosa, reluciente que húmeda por su aliento cayó en la oquedad
cóncava de mi ombligo.
La sentí encajar, deseable, perfecta, y una
vorágine de placer, de sensaciones encontradas y hasta ese momento para mí
desconocidas, me recorrió toda.
La claridad oscilante de las
velas, capturada por aquella gema, se paseaba por el techo y las paredes como
un reguero de fosforescentes lentejuelas verdes. Hice ondular mi vientre y
aquel juego de luces adquirió un resplandor inusitado. Yo estaba feliz y él me
miraba complacido. Cautivado, seguía con la mirada todo ese espectáculo de
luces y colores. Me volví hacia él y lo besé despacio, saboreando sus labios y
su lengua que sabían a hierbabuena. Respondió a mi beso. Sentí la sinuosidad de
su experimentada lengua al mismo tiempo que sus manos rozaban mis pechos y
pellizcaban mis pezones hasta dejarlos enrojecidos y turgentes. Apartó su boca
de la mía y sin dejar de acariciarme, muy quedamente me recitó al oído:
“He aquí
que eres hermosa, amiga mía
Tus
cabellos son como manadas de cabras
Que se
recuestan en las laderas de Galaad.
Tus
dientes como manadas de ovejas,
Tú habla
hermosa.
Tu
cuello como la torre de David.
Tus
pechos como gemelos de gacela
Que se apacientan entre
lirios.
Miel y
leche hay debajo de tu lengua.
Y el
olor de tus vestidos como el olor del Líbano.*
A medida que recitaba aquellos versos fue
bajando, con morbo embriagador, su nevada cabeza hasta encontrar el monte del
gozo más exquisito que, resguardado de rizos ya empapados de aceites y olores
gratos, se confundía con el calor de mujer enardecida que escapaba de mi sexo y
lo esperaba en rítmicas oleadas de deseo. En esa selva entrelazó los dedos y
separó las dóciles hebras humedecidas. Mi clítoris se abrió paso como un botón
de rosa tocado de rocío en la hendidura palpitante y estremecido por la magia
de las caricias, se ofreció pleno y desnudo ante la lengua que lo buscaba
ansiosa. Cuando creí ascender a la conmovedora cresta donde se toca el cielo
con el alma y se nos escapa en gemidos desgarrantes, él alzó mis nalgas en el
cáliz de sus manos grandes, hundió sus labios en la mojada y escondida herida,
movió la lengua como un virtuoso que saca insospechadas notas de un instrumento
musical convertido en milagroso y recibió el zumo dulzón de mis entrañas.
Después de saber que yo había
llegado a la cima convirtiéndome en polvo de mil estrellas y sentir que
lentamente descendía, reclinó su cabeza sobre mi pecho, me abrazó con fuerza y
murió.
Por Ligia Minaya
*Versos de El Cantar de los Cantares.