EL MÁS DESDICHADO GENERAL DE LA
REPÚBLICA.
Aquí en confianza, dígame Usted, compadre, si esto es
justo. Dígame si he bregado tanto, pasado tantas malas noches en vela, con la
cara acribillada por los mosquitos, cuidando la frontera o persiguiendo tipos
desesperados, pasando hambre y sufriendo sed por el servicio, para que se me
castigue de esta manera… Dígame Usted, mi compadre, si no tengo razón en
protestar, aunque sea aquí, por lo bajo, y que solo Usted lo oiga… Y esto que
le estoy mostrando, es solo una parte del mar de papeles que me mata, que me
quita el resuello y me tiene al borde de coger un día la pistola y acabar con
todo, empezando por mí mismo. Porque estoy cansado, mi compadre, y no imagina
Usted cuánto.
Yo no me alisté en el Ejército Nacional para andar
cargado de expedientes, despachando solicitudes como si fuese un chupatintas,
sino para entrar en acción, siempre el primero, desafiando los tiros, en la
brega de imponer la ley, que es cosa de hombres, y no esto de andar calentando
sillones. No en vano me gané cada ascenso, cada galón, cada medalla, dejando
detrás un reguero de sangre, en primer lugar, de la mía. Pocos, como yo, y
Usted es el que mejor lo sabe, han dejado tantas tiras de pellejo en el camino,
sin hablar de las almas que deben estar en el purgatorio y el infierno
repitiendo mi nombre entre maldiciones. Porque jamás escatimé celo a la hora de
cumplir las órdenes recibidas, especialmente las que tuvo a bien indicarme el
Jefe, que no es hombre de juego, y cuando me decía que en una provincia había
un mala cabeza que no quería inclinarse ante los representantes del orden, allí
iba yo a reducirlo. Porque después que te arrancan la cabeza, ya no hace falta
que la bajes, ¿para qué, verdad, compadre? Y mire que de eso los tres sabemos
un mundo: el Honorable Jefe primero, y después, Usted y yo.
Vea, por ejemplo, lo sucedido en estos dos últimos
meses. En este año de 1938 tal parece que todos se han puesto de acuerdo para
acabar con mi escasa paciencia. Pocas veces, desde que estoy al frente de esta
Secretaría de Interior y Policía, he visto tantos papeles juntos, listos para
ser firmados y elevados, o firmados y mandados abajo, da igual. Créame,
compadre, nunca como el mayo pasado y lo que va de este junio, que ya casi se
acaba. Por eso trato con la punta del pie, como se merece, a esa nube de
lambones de mis asistentes, que entran al despacho como gatos apaleados,
caminando despacito y de lado, cargando los fardos de esos malditos papeles que
saben de sobra, me tienen harto. Como ellos mismos, y sus medias sonrisas. Y
sus botas lustrosas, y sus caras afeitaditas, siempre olorosos, sin tener
callos en las manos por sostener las riendas de las bestias, ni haber tragado
el polvo de mil caminos remotos, ni dado el pecho a las balas de cien fugitivos
decididos a morir en sus trece. Y Usted sí que me entenderá si le digo que
desde que tocan suavemente a la puerta, y adivino lo que traen para torturarme,
acaricio dentro de la gaveta del escritorio ese sitio frío donde duerme mi
pistola.
Mire compadre: yo prefiero ver relampaguear un collin
en la mano de un borracho, antes que tener que enfrentarme a estos documentos
con los que me fusilan a diario.
Y si lo
soporto callado, si ya no he estallado, es por la disciplina y el juramento de
fidelidad al Querido Jefe, ante el cual, todo sacrificio es poco.
Solo eso me aguanta cuando, como ocurrió hace un rato,
ese mismo imbécil que acaba de retirarse, trae puntualmente, a la misma hora,
la lista de los huéspedes que han dormido en todos y cada uno de los hoteles
del país. Porque si bien hay que saber todo lo que se mueve aquí, para
mantenerlo a Él debidamente al corriente, también lo es que yo no merezco ser
el que cumpla esa misión, buena, nada más, que para caer redondo de sueño. Mire
Usted aquí, para que tenga una idea: en el hotel Cosmopolita anoche durmió un
tal Lucas E. García, de Barahona, ¿qué gran cosa, eh?... O en el hotel María,
un bendito Manuel O. Burgos Mirilla, de Bonao… Y en el hotel Moderno, un insignificante
Juan M. Venzan, de San Cristóbal, y en el boarding Oriental, Juanico Sención,
de Yaguate, y en el Palace, un esperpento llamado M. Nakanishi, de Santiago…
Sombras, mi compadre, escuálidos viajantes de comercio, gente que se desplaza
para asistir a entierros, comprar semillas y aperos de labranza, hijos pródigos
que regresan, enfermos que acuden a la capital para ser asistidos, pagadores de
promesas, y simples curiosos que no imaginan que alguien, al que obligan a
curiosear, los está vigilando. Y ese, compadre, desgraciadamente soy yo. Y con
gusto acabaría con todos, por mantenerme atado a ese sillón con sus idas y
vueltas, que no tienen más sentido que joderme.
Y eso no es lo peor, sino el tener que leer cada
solicitud que hacen, desde todas partes, para poder adquirir objetos y
sustancias controladas. El mecanismo para comprar una batería de auto pasa por
que el que la solicita debe hacer una petición escrita al gobernador de la
provincia donde vive, para que este, a su vez, la eleve a mi despacho, después
de estamparle su firma, en señal de anuencia. Entonces yo, que no tengo por qué
conocer, y no conozco a ese señor, tengo que autorizarlo, por escrito, y es
entonces que mi carta desanda el mismo camino por el que llegó la de ellos, y
se produce el milagro de que el tipo puede gastar su dinero en la tienda de
refacciones, y entonces yo puedo pasar a otra petición, no menos agobiante…
Claro que tiene razón en preguntármelo, compadre, yo en su lugar hubiese hecho
lo mismo: la venta de baterías se controla desde que en Cuba, en la lucha
contra el presidente Machado, por cierto, gran amigo del Jefe, una organización
de revolucionarios llamada ABC usó las baterías para detonar bombas… Y el
diablo son las cosas: me jodí yo, porque a mí fue al que volaron de la vida que
le gustaba.
Pero las baterías son lo de menos. Lo peor son las
sustancias químicas, esas que tienen nombres para enloquecer al más cuerdo, no
hablando ya de un hombre de acción, como yo, que por no estudiar y andar a lomo
de los caballos, y con un arma al cinto, y con un uniforme para inspirar
respeto, pocas veces tomó un libro en sus manos, y que si leo algo, y puedo
firmar, se lo agradezco al cura de mi pueblo, que me obligó a ello, apoyado por
mi pobre madre. Como si ambos hubiesen adivinado que aquel chiquillo
mata-perros y pata-por-suelo llegaría un día a ser general. Bueno, el más
desdichado general de la República, para ser exactos.
Mire, mire aquí, mi compadre: Carlos Adriano Muñoz,
gobernador de Santiago, avalándome la solicitud de unos señores que necesitan
se les autorice a comprar cinco libras de sal de nitro para curar carnes… Y
esta otra carta del general Domingo Peguero, gobernador de La Vega, quien pide
le sea permitido al fotógrafo José Antonio Rodríguez adquirir dos libras de sulfito
de sodio, en la farmacia de Moya & Pezzotti, con el objetivo de revelar sus
fotos…
O esta del general Camejo, gobernador provincial de
Puerto Plata, que respalda la solicitud de los señores Zafra & Co, de la
Fábrica Nacional de Fósforos C. por A., para poder recibir cinco kilogramos de
ácido sulfúrico para el trabajo de su industria… Y así, día tras día, semana
tras semana, y mes por mes.
Y claro, no puedo tampoco escapar, y no escapo, a las
muchas solicitudes para adquirir armas de todo tipo, y especialmente, cápsulas
para revólveres. Por supuesto, mi compadre, que muchos son los llamados y pocos
los elegidos, ya Usted sabe, porque aquí no se lleva a cabo una política
permanente de desarme de la población, para que vuelva a brotar la mala hierba
de los bochinches y las revoluciones. Entonces, como es lógico, solo autorizo
aquellas peticiones, como esta que ve aquí, donde H.N. Hansard, el
administrador de la Salinera Nacional C. por A., nos pide adquirir cajas de
cápsulas de Smith & Wesson, calibres 38 y 44, y de cartuchos, calibre 16,
para las escopetas de los vigilantes de esa empresa. Y la firmo sin chistar,
¿sabe por qué? Pues porque el Ilustre Jefe es el verdadero dueño del negocio, y
Dios me libre, de negarle algo a quien todo se lo debo, incluso, hasta el
dudoso honor de ser el más desdichado general de la República. El que vive
rodeado de los papeles que tanto odia, cercado de asistentes lacayunos y
pérfidos, que mucho disfrutan con atiborrarme de los documentos y las
peticiones infinitas que un día, yo bien lo sé, me llevarán al abismo.
Porque, ya
no puedo más, mi compadre. Y empiezo a tener miedo de mí mismo. O mejor dicho
del oficial feliz que fui, cabalgando al aire libre, persiguiendo malhechores
por montes y cañadas, atravesando ríos y durmiendo al sereno, en pleno campo.
Porque cuando ya lo creía muerto, sepultado, aplastado por montañas de tantos
papeles inútiles, me ha empezado a visitar en sueños, invitándome a la última
cabalgada.
Y para que él pueda regresar, me está pidiendo que
acribille primero a esta plaga de inútiles que gozan acarreando fardos de
documentos a mi despacho, y luego les prenda fuego a todos, al grito glorioso
de "¡Viva el Jefe!". Como en los buenos tiempos.
Y estoy a
punto de hacerlo, mi compadre.
Mire compadre: yo prefiero ver relampaguear un collin
en la mano de un borracho, antes que tener que enfrentarme a estos documentos
con los que me fusilan a diario. Y si lo soporto callado, si ya no he
estallado, es por la disciplina y el juramento de fidelidad al Querido Jefe,
ante el cual, todo sacrificio es poco
Nota: Algunos nombres de los personajes de la serie
"La Era" son ficticios, y los sucesos rigurosamente ciertos. Los
documentos que los avalan pueden consultarse en el Archivo General de la
Nación.
De Eliades Acosta Matos
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